La lección de Ronaldo

29/11/2019
 Actualizado a 29/11/2019
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Odio las banderas, me enferman, me dan urticaria, me envenenan. Alguna vez he contado que en mi piso de Madrid una estelada presidía la pared que se veía al entrar por la puerta. A día de hoy nadie sabe cómo llegó allí, pero en su momento fue la solución perfecta a un agujero en la pared que tampoco nadie sabe aún como se produjo. Un malagueño, un mallorquín, un almeriense y un leonés decidimos que aquello hacía incluso juego con el horrible gotelé que inundaba toda la casa. Podía haber sido la bandera pirata, la de Murcia o mi favorita estéticamente, la de Córcega. ¿Se imaginan que en ese momento toda persona que hubiera tenido que tapar una marca en la pared hubiera utilizado cualquiera de ellas para hacerlo?Hubiera pasado a ser el símbolo de los cutres incapaces de coger una espátula y dar un poco de masilla. La bandera que hubiera levantado a los ‘ñapas’ del país uniéndoles una sola voz.

Porque como el amor, las banderas también se gastan de tanto usarlas y acaban cogiendo el color de la pared en la que se ponen. Eso es lo que le ha pasado un poco a la rojigualda, a la que la ultraderecha ha convertido en señal de todas sus luchas por muy a cerrado que huelan. Y claro, a todos los que se ponen la pinza en la nariz la cuestión les aleja bastante de un símbolo que debería ser de todos.

Y es por eso que a veces las cosas que defendemos se acaban perdiendo por acciones del ‘rival’. Otro ejemplo nos lo ha dado esta misma semana el Valladolid en el que antes mandaba un leonés y ahora manda Ronaldo, que seguramente algún antepasado de La Cabrera tenga. Una vez más dejaron la rivalidad a un lado para tener un buen gesto con la Cultural y eso nos deja claro que esta vida va mucho más de acciones que de símbolos.
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