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La indiferencia de la celinda

08/06/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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Como Miguel el Borrascoso golpea las ventana con sus dedos de lluvia y sopla entre la cremallera abierta de las chaquetas para colarnos el frío en el cuerpo, casi no nos acordamos del calor de hace unos días. Pero el domingo pasado me puse el sombrero de paja y los brazos me enrojecieron al sol. Fue en un pueblo cuyo nombre no diré para que cada uno elija el que quiera.

En ese pueblo que son muchos pueblos, por suerte no todos, había habido siete molinos. Me lo dijo una mujer mayor que llevaba las manos llenas de caléndulas. Ella los había conocido todos. Algunos de esos siete molinos todavía siguen en pie, aunque en ruinas. Vi uno al pasar el río. Como ya no se muele el centeno, porque ya nadie planta centeno en el pueblo, las piedras de varios decoran sus fuentes. Han quedado bonitas las fuentes, aunque sean el símbolo de la claudicación de los molinos desdentados, la rendición de unas muelas que no volverán a masticar el grano.

En ese pueblo que son muchos pueblos, por suerte no todos, más de la mitad de las casas están vacías. Me lo dijo también la mujer de las caléndulas. Son buenas casas de piedra, pero en ellas no vive nadie. Como en todos los pueblos, algunos regresan en verano, unas semanas o hasta un mes. Después se vuelven a bajar las persianas y se pone una chapa contra la puerta de madera para que no la estropee la nieve en invierno.

Impasible ante la desolación, una primavera desmedida florecía en las manos de aquella mujer y en todo el pueblo. La celinda aromaba en las fachadas de las casas vacías, indiferente a la soledad de sus habitaciones. Las rosas reventaban bajo los buzones que no esperan cartas y las flores moradas de la valeriana roja bordeaban las calles cementosas.
«¿Quién te cerrará los ojos/ tierra, cuando estés callada?», se preguntaba José Antonio Labordeta en una canción. El primer verso da título a un excelente libro de Virginia Mendoza. Cuenta historias de las personas que se quedaron en sus pueblos cuando todas las demás se iban. Creo que la primavera demuestra que la tierra nunca está callada, son los pueblos los que a veces se quedan mudos.
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