La identidad de la luz

José Ignacio García comenta el libro de Manuel Vila 'Los besos'

José Ignacio García
23/10/2021
 Actualizado a 23/10/2021
El autor Manuel Vilas. | CARLOS RUIZ
El autor Manuel Vilas. | CARLOS RUIZ
‘Los besos’
Manuel Vilas.
Editorial Planeta

Novela
448 páginas
20,90 euros

Hace unos días abrí al azar, casi por el centro, o quizás un poco más adelante, la nueva novela de Manuel Vilas que Planeta me acababa de enviar, y me encontré con este inicio de capítulo: «Quisiera vivir la historia de amor más hermosa, y me ofusco, porque ya soy viejo, o yo me siento así. Acaso solo la juventud es el tiempo del amor. No puede ser así, tienen que existir las historias de amor cuando abrimos la puerta a la edad sexagenaria, sería una injusticia que no fuera así; sin embargo, todo son insultos ante el sexagenario enamorado, y la peor de las ofensas reside en pensar que los cincuentones o los sesentones están incapacitados para vivir amores heroicos».

Y en ese instante yo, que me reconozco enamorado, cincuentón y heroico, sentí como un sopapo alusivo en el rostro. Pero no era un sopapo violento. Era la señal para que empezara a desentrañar uno de los libros más especiales que he leído en mucho tiempo. Sobre todo porque, más allá de su incuestionable calidad literaria, ‘Los besos’ de Vilas han sido como un espejo en el que me he visto reflejado cientos de veces a través de sus páginas.

‘Los besos’ es una historia de amor, de erotismo, de sexualidad tardía y, precisamente por eso, mucho más especial. Manuel Vilas, uno de los talentos indiscutibles de nuestra literatura, sitúa a Salvador, un profesor prejubilado, en un pueblo de la sierra madrileña, coincidiendo con el momento en que el coronavirus obligó «a un gobierno de narcisos» a imponernos el confinamiento que nos mantuvo recluidos durante varios meses el año pasado. Sin embargo, ese virus, que es una lacra para la Humanidad, se convierte en aliado del protagonista cuando conoce a Montserrat, una mujer trece años más joven que él y empleada en la tienda de ultramarinos del pueblo, que lo encandila de inmediato con su belleza, su forma de pensar y su manera de comportarse.

Mientras el mundo soporta los reveses de la odisea pandémica, Salvador y Montserrat vivirán una historia de amor ajena a encierros, rigores, normas y peligros. Una conmovedora historia de amor libre que convive con la crónica de unos hechos que a los protagonistas parecen resbalarles, por mucho que la muerte –sobre todo en el caso de Montserrat– les pase rozando de cerca, como silban las balas sobre los soldados que en un conflicto bélico abandonan sus trincheras.

Vilas nos cuenta la historia en una primera persona evocadora, empleando un lenguaje conciso, con el que arma en ocasiones frases e incluso sentencias que son tan breves y tajantes como hachazos, e incluyendo los diálogos en la propia narración; efecto con el que logra crear una intimidad y una complicidad inmediatas con el lector. Pero otras veces nos demuestra su prodigioso dominio del vocabulario con una ristra de términos similares, pero esmaltados de matices tan precisos que los hacen diferentes, como cuando Salvador confiesa en los albores de la relación que «yo deseaba besarla, aunque no me atrevía, porque me daba miedo incomodarla, o asustarla, o molestarla, u ofenderla, o irritarla, o violentarla, o maltratarla, o agraviarla, o enfadarla».

Esa pericia esgrimida por el autor oscense se pone de manifiesto en numerosas ocasiones, unas para abordar temas trascendentales y otras para describir con todo lujo de detalles una sartén antiadherente, un hígado humano o animal, o un producto de limpieza doméstica.

Nos previene al principio de la novela el autor de que «lo único que no es comedia es el amor entre dos seres humanos», y nos recuerda más adelante que «qué otra finalidad puede tener un ser humano si no es la de iluminar a otro». Y yo, que descubrí esa luz en la mujer que alumbró mi vida frisando los cincuenta y cuando era víctima de una enfermedad, me siento identificado y rendido ante tanta sensibilidad y tanta belleza. Y más cuando Salvador nos confiesa que un libro basta para provocar una sensación de hogar, y coloca al Quijote de Cervantes como su libro de cabecera, o cuando convierte a Franco Battiato en el cantante que pone banda sonora a la novela.

Así, entre miedos magníficos y besos, muchos besos, que son invisibles, pactados, apasionados, urgentes, nerviosos, llenos de zozobra o con sabor a pasta de dientes, va avanzando una historia de amor intenso y sin barreras. Una historia, como las de otros, en que el primer «te quiero» se proclama por escrito y a distancia, gracias a un mensaje de wasap, de los muchos que se prodigarán los protagonistas antes de que el amor llegue a las manos y a los labios, antes de que surjan las confidencias, los recelos, el descubrimiento de los cuerpos desnudos o la necesidad de que cada uno de los protagonistas, Salvador y Montserrat, a la que a esas alturas Vilas ya ha rebautizado con el cervantino nombre de Altisidora, se conviertan para el otro en un escudo frente al mundo.

Echa mano también de los recuerdos el autor de vez en cuando, y trae a colación a Rafael Puig, el compañero de estudios de Salvador, que casi cuarenta años antes lo alertara, entre otras muchas cosas, de los riesgos de «la Oscuridad» o del poder del amor y, con su clarividencia, le adelantase acontecimientos que se iban a desarrollar cuatro décadas después, cuando Salvador y Altisidora llevan su amor al borde del colapso en la habitación de un hotel de Benicasim con vistas a la playa; porque parece que el erotismo y la sexualidad alcanzan siempre su máxima explosión de lujuria cuando tienen cerca el mar.

Y así se acerca un final en el que el fantasma de la maternidad, que ha deambulado a lo largo de la novela como una brisa distante, se torna corpóreo y ocasiona un desenlace en el que Vilas no deja ningún cabo suelto.

En estos tiempos en que tanto se escribe para mujeres y en el que incluso un trío de escritores es capaz de enmascararse tras una identidad femenina en pos de la celebridad, Manuel Vilas ha creado un prodigio de luz que, como el after shave más delicado que Salvador pudiera robar en un supermercado, parece dedicar a todos los hombres talluditos y enamorados del planeta. O al menos, qué fatua presunción, a mí.

José Ignacio García es escritor, crítico literario y coordinador del proyecto cultural ‘Contamos la Navidad’.
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