10/02/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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En una democracia parlamentaria debería darse el caso de que lo que sucede en el Parlamento sea un reflejo de lo que sucede en la calle. Lo contrario, es decir, que la vida parlamentaria se separe del sentir político de la sociedad, es la quiebra de la democracia representativa, que pasa a ser sustituida por otro régimen, bien personalista, autoritario y totalitario, como en Venezuela; o bien la insana oligarquía de partidos que sufrimos en España.

El golpe de Estado catalán, sólo parcialmente frustrado, puso de manifiesto que la inmensa mayoría de la sociedad española, compuesta por gente de izquierdas y de derechas, liberal y socialista, conservadora y reformista, comparte unas sólidas premisas básicas alrededor de la Constitución y especialmente de su Título Preliminar, que consagra entre otros principios la unidad indisoluble de la nación, el Estado social y democrático de derecho, la libertad y la igualdad de todos los españoles ante la ley. Contra esa inmensa mayoría algunos grupos separatistas escandalosamente minoritarios (minoritarios incluso en los territorios en los que se asientan, como puso de manifiesto la victoria de Inés Arrimadas en la últimas elecciones catalanas), luchan por imponer al resto una ideología que se limita a la ruptura del régimen constitucional.

Si la inmensa mayoría constitucional estuviese adecuadamente representada en el Parlamento la vida política en España no estaría marcada por minorías antisistema, y los partidos mayoritarios podrían alternarse en el poder, ejercerlo y llevar a cabo una leal oposición sin necesidad de negociar los Presupuestos Generales del Estado con extremistas y presidiarios.

Pero eso no es así, porque lo que el golpe de Estado catalán puso también de manifiesto es que el PP, el PSOE y Ciudadanos (más del 70% de los escaños del Congreso de los Diputados) son incapaces de manifestar la unidad alrededor de la Constitución que impediría a los separatistas y otros antisistema interferir en el normal desarrollo de la vida política.

El grado de responsabilidad de cada uno de los tres partidos en esta absurda situación sería materia de otra columna, pero en cualquier caso, cuando los Parlamentos se separan de lo que sucede en la sociedad, ésta tiene la obligación de hablar en lugar de sus representantes. Por eso hoy no es el día de hacer política de siglas o de partidos, sino de salir a la calle y alzar la voz para decirles que con nuestra soberanía, con nuestra libertad y con nuestro derecho a ser iguales ante la ley no se negocia.
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