La historia por las calles

Bruno Marcos escribe sobre la obra fotográfica de Manuel Martín de la Madrid y de su hijo Manuel Martín, que se puede ver en el Palacín hasta el próximo 15 de septiembre

Bruno Marcos
11/09/2021
 Actualizado a 11/09/2021
| MANUEL MARTÍN DE LA MADRID 1939
| MANUEL MARTÍN DE LA MADRID 1939
Tiene la fotografía mucho de testigo atónito del tiempo, no solamente de su paso, de su fuga, sino también del asombro ante los hechos que ocurren dentro de él, perplejidad ante la simple circunstancia de que las cosas pasen. El fotógrafo es el que se para, el que piensa que más allá de la tradicional captura del instante hay otro asunto: la vida dándose forma a sí misma hasta cuajar en imagen. Cuando esto se produce es como si la realidad se acabase de crear, como si madurase hasta dar un fruto cuya plenitud se expresa en algo que se ve, ese algo es una imagen hecha por sí sola, ante la cual sólo queda apretar el botón de la cámara.

Son, por esto, muy interesantes los archivos de fotógrafos que lo fueron por afición, con total libertad, sin pensar en el documento periodístico ni en el efecto artístico, fotógrafos que cazaban esa realizad recién nacida, que esperaban a que madurase para caer en el cesto de su cámara. Me estoy refiriendo a la obra de Manuel Martín de la Madrid, que se puede ver hasta el 15 de septiembre en la sala de exposiciones de el Palacín junto con la de su hijo, Manuel Martín.

El fotógrafo que va todos los días a trabajar a su negocio en una calle céntrica de nuestra ciudad, que mira desde detrás del escaparate, que sale, que anda por ahí… sin querer se encuentra con la historia porque la historia grande y la pequeña pasan por la calle derramando imágenes, componiendo encuadres… En la desconcertante fotografía que Martín de la Madrid hizo de la despedida de la Legión Cóndor se yuxtaponen lo histórico y lo cercano, se acorta estremecedoramente la distancia entre lo familiar, lo local, y lo espantoso universal. En un punto por el que transitamos a diario se ve una escenografía floral en la que se reúnen símbolos que nunca habríamos pensado encontrar juntos: el león rampante —emblema de la ciudad— y la esvástica nazi. Los pacíficos maceros municipales con los oficiales y jerarcas de la Luftwaffe y los mandos vencedores de la guerra civil, excitados poco antes de entrar en el apocalipsis de la Segunda Guerra Mundial mientras el águila negra los mira hierática desde abajo, más como un ave carroñera que imperial. Es muy significativa también otra captura que hace a pocos metros de esta, se trata de un numeroso grupo de soldados alemanes que acaban de salir con sus propias cámaras fotográficas en una especie de escaramuza de combate escópico, también a la caza de las imágenes.Las fotografías de los Martín recorren la ciudad y cuentan su historia sin ser históricas, lo histórico es lo que viene escrito de antemano, una suerte de ilustración por encargo de los poderosos, de los vencedores que quedan en posición de hacer el relato de los hechos; la historia de estas imágenes está hecha con lo que había por las calles, con lo que podía haberse desvanecido en el olvido… Parece que ambos se hubiesen pasado la vida esperando a que las imágenes, efectivamente, madurasen del todo solas antes de abrir el obturador. A las fotografías del hijo se les nota una ambición estética mayor, una mayor «cultura visual», por ejemplo en la búsqueda de la luz. El Martín joven debió tener muy presente ya que la luz engendra todas las formas, pero muchas veces se rindió también a la vida componiendo sus fotos. Hay que pararse a ver de cerca —lo más arrimado al cristal posible para observar detenidamente la expresión y fisonomía de los muchos rostros— una fotografía suya en la que discuten dos tratantes de ganado bajo la atención de un gran grupo como si se debatiera allí el futuro o la muerte de su mundo. También se paró a coger la estampa de unas mujeres que vendían huevos en el mercado de la Plaza Mayor, mientras una de ellas pegaba un largo trago a una botella de cristal, en una nochevieja ya muy entrados los años sesenta, como si se le aparecieran cosas de otro tiempo. Parece que el fotógrafo dijera que esos cuadros eran los últimos así que se verían, que no habría imágenes así dentro de poco, que dejaría de haber esas mujeres. El mercado de la Plaza Mayor era una absoluta barbaridad visual, se perpetuó por lo menos hasta el año 90 porque yo mismo realicé un ejercicio fotográfico de reportaje como estudiante en él. El pueblo, el campo, tomaban la ciudad implantado sobre el adoquinado una revolución del pasado y de todo lo primario, una reunión de las cosas de las que la ciudad quería distanciarse y no ver. Los tipos humanos, los rostros, las ropas, los gestos, las posturas, las vejeces, las figuras torcidas de los ancianos, las caras quemadas de sol, las arrugas profundas, las carcajadas sin dientes… Y el ruido de las voces superpuestas y el movimiento y los animales vivos con los que se comerciaba… Era un yacimiento de imágenes demasiado maduras.

Hay algo extrañamente común entre las fotografías de los nazis y la de los tratantes y entre estas y las del mercado, entre las del padre y las del hijo; son fotografías en las que la realidad está demasiado madura, tan hecha que parece creerse perdurable por sí sola, sin saber que lo que se retrató ahí estaba a punto de desaparecer, pendiente de que el obturador de una cámara lo conservase.
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