La historia del niño Amal

Tercera parada del viaje de un "hijo de León como Walt Whitman de Manhattan" con el propósito de ir recuperando a su paso la menospreciada y a la vez tan necesaria vida de barrio

Rafael Gallego
16/08/2022
 Actualizado a 25/08/2022
| J.M. LÓPEZ
| J.M. LÓPEZ
Antes de continuar quería contaros un poco más sobre mí. Llevo ya varias semanas viajando solo por el Cáucaso y mi psicólogo me queda a tomar por culo... Quid pro Quo...

Tengo que venir aquí con otro de los referentes que han alimentado mi pedrada, Henry David Toureau, y su libro ‘Walden’, donde hacía una reflexión que para mí ha sido, es, y será una obsesión a veces exagerada. Decía el bueno de Henry: «Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentar solo los hechos de la vida, y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar. Quise vivir profundamente y desechar todo aquello que no fuera vida...para no darme cuenta en el momento de morir que no había vivido...». ¿Cómo os quedáis?

A partir de aquí a los que sigáis viaje cambiad gorrito por cinta que sujete bien la cabeza, porque se viene el desparrame...

Tercera parada

Recordáis a ese niño que me nutria de té en Púshkar, nueve años, más menos, tenía la criatura. Pues ésta es sólo una parte de su historia, la que yo conocí.

Cuando viajo intento adaptar siempre mi presupuesto a la realidad de los países a los que viajo, siento que eso me obliga a tener otra perspectiva, pienso que a los ojos de sus habitantes me aleja de mi yo turista. Aunque la verdad es que esto sucede muy pocas veces, hay un poso del que es difícil desprenderse, y los vicios del capital, incluso cuando arrastran buenas intenciones, hacen que esos ojos me vean como un billete con piernas.

Hay veces que el azar del camino se empeña en soplar a favor, y es por eso que pude entrar en la vida del niño Amal, con total seguridad, sin merecerlo.

El día que el niño Amal se fijó en mí me disponía a comer unos huevos fritos en el puesto de comida contiguo a su barra de té. Yo estaba sentado sobre una tabla de madera, apoyada la espalda contra una pared, cuando se paró delante de mí un hombre de avanzada edad, no sabría calcular cuánta, porque en la India la vida envejece a marchas forzadas. Cargaba unos periódicos bastante sobaos que alquilaba para leer a los viandantes a cambio de la voluntad. Me ofreció uno que rechacé amablemente porque mi nivel de hindi no estaba para florituras: Namasté y ya. Noté que miraba mi comida con los ojos del hambre, en la India son ojos que se ven mucho, así es que con un gesto de la mano le invite a sentarse a mi lado. Quiso el caprichoso azar que cuando levanté la vista para pedir lo mismo, no hubiera nadie atendiendo en el puesto de comida, así es que le ofrecí compartir la mía: un huevo y la mitad de una tostada. Este acto, insisto, de puro azar, lo cambió todo.

Cuando terminamos de comer, nos despedimos llevándonos la mano al corazón y yo me fui a mis labores de construir barrio. Al final del día, cerca ya de ponerse el sol, volví a la barra de té del niño Amal. Me recibió con una gran sonrisa y, señalándome con el dedo, decía: «Oh, men, you diferent, you no tourist, you traveller». Pensé: Joder, me tengo que comprar más camisetas como ésta... Y le hice un gesto abriendo los brazos de no entender por qué lo decía, y con dos tacitas de té me hizo ver que en los países del hambre todavía saben distinguir perfectamente la diferencia entre dar y compartir. A partir de ese día compartí la comida con el hombre de los periódicos todo el tiempo que pasé en Púshkar, nunca hablamos, y siempre nos despedíamos llevándonos la mano al corazón.

Empecé a pasar más tiempo en la barra de té del niño Amal, él se esforzaba en integrarme en su comunidad explicando a todo el mundo que yo era diferent, que yo era traveller, y he de reconocer que hizo que mis labores de construcción de barrio fueran muy, muy fáciles.

Quise saber un poco de su vida, y entre lo casi nada que él contaba, y lo mucho que contaba el pueblo, supe que no sabía dónde había nacido, aunque sus únicos recuerdos los situaba en Calcuta, que no sabía cuántos años tenía, que nunca conoció a su padre y que había tenido tres madres cuando era más pequeño con las que trabajó pidiendo dinero por la calle. Que pasó literalmente por las manos de decenas de hijos de las mil putas, y que hace un año su tercera madre lo metió en un tren con la cartera de un turista, después de encontrarlo molido a palos en una calle de Calcuta. Llegó a Ajmer, y allí, oh caprichoso azar, lo encontró vagando sin rumbo el alquilador de periódicos, y se lo trajo a Púshkar, donde lo puso a trabajar para Devak, un hijo de las mil putas que, si bien no abusaba de él, sí le hacía sentir de vez en cuando quién y por qué era el jefe. El día que se me presentó Devak iba impoluto, se le veía bien alimentado, nada que ver con su rebaño, y su único interés en mí era si estaba allí por negocios o por turismo. Diez minutos nos bastaron.
Antes de irme quise hablar con el niño Amal, decirle que podía sacarle de allí, que podía darle dinero para que se fuera, pero él ya se lo esperaba y no me dejó hablar, negando con la cabeza se llevaba el dedo índice a la boca para que me callara. No sé qué ha sido desde entonces del niño Amal, confío en que haya llegado a hombre, la última vez que le vi estaba tras la barra de té, y cuando pasé por delante abrió las manos con las palmas hacia abajo en señal de tranquilidad, y me dijo...My home...

Si me preguntáis qué es la vida, pues no tengo ni puta idea, pero historias como la del niño Amal me dicen que la comunidad es un buen lugar para lidiar con ella. Hagamos fuerte la nuestra...y nos vemos en la siguiente parada.
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