La herencia del odio

José Ignacio García comenta el libro de Miguel Ángel Oeste 'Vengo de ese miedo'

José Ignacio García
28/01/2023
 Actualizado a 28/01/2023
El autor Miguel Ángel Oeste. | ISABEL BONO
El autor Miguel Ángel Oeste. | ISABEL BONO
‘Vengo de ese miedo’
Miguel Ángel Oeste
Tusquets Editores
Novela
304 páginas
19 euros

Ufff. Menudo libro. Qué mal cuerpo me ha dejado. Y, sin embargo, qué satisfecho me siento de haberlo leído… y resistido. Por más que tenga la certeza de que no he salido indemne de la lectura, de que algo ha cambiado en mi forma de ver la vida. O al menos las vidas de otros, cuyas infancias fueron menos complacientes que la mía.
Había leído y escuchado comentarios sobre ‘Vengo de este miedo’, del escritor malagueño Miguel Ángel Oeste. Pero no me esperaba, ni de lejos, lo que me he encontrado. Ni estaba preparado para afrontarlo, como el inquilino de un cuerpo que no sabe que si abre la boca le van a invadir todos los virus del mundo, antes de que pueda ponerse a cubierto para esquivarlos.

«Quiero matar a mi padre». Con esa afirmación espeluznante y categórica comienza el libro. Y uno podría pensar que es un efectismo literario para captar la atención del lector, si no fuera por el chorreo de confesiones terribles que siguen a continuación y que son tan difíciles de comprender como de describir o de digerir, ni siquiera cuando uno se ha puesto ya en guardia y se ha embutido en su indumentaria de policía antidisturbios, con su casco, su chaleco y su escudo que, pese a todo, no le inmunizan ni le sirven de parapeto frente a una barbarie que, por mucho que se lea y se imagine con una negritud deslumbrante, resulta muy difícil de creer, de masticar y de digerir.

Y es que yo, que solo recuerdo un bofetón de mi padre, después de que hiciera un comentario descarado sobre un escote de Sara Montiel, en casa de los vecinos de rellano, en un especial de Nochevieja, en el alborear de los tiempos, he tenido que adaptar mis sentimientos y emociones a esa confesión en primera persona de unas vivencias y unos recuerdos que ponen las vísceras en carne viva al paisano más templado.

Miguel Ángel Oeste nos narra en primera persona su propia experiencia, con una crudeza y una sinceridad desconocida hasta ahora. Claro que he leído muchas novelas en las que el protagonista se atribuye refriegas extremas, situaciones complejas; pero nunca con la verosimilitud de hierro candente que tiene cada párrafo de este libro, cada opinión, cada reflexión, cada acusación. Cada recuerdo magullado a pesar del tiempo transcurrido. Y siempre con un aire de dignidad, de no caer en el victimismo fácil, en la sensiblería que roza lo lacrimógeno.

Es como si el libro de Oeste –me resisto a calificarlo de novela, por muy de moda que se haya puesto la autoficción– fuese un ejemplo testimonial y neutro de una situación calamitosa que, hace cuarenta años, era permitida y casi obviada por quienes eran observadores contiguos y cotidianos de los hechos, y que hoy daría con los huesos de los maltratadores en una mazmorra durante una larga temporada.

El estilo narrativo, la prosa empleada, son descarnados, concisos y crueles como los estremecedores acontecimientos que se refieren en cada una de las partes de este tormento literario que, unas veces parece un testimonio periodístico, otras una recopilación de entrevistas a testigos de los hechos y, por momentos, un diario atemporal que va y viene en el calendario de los recuerdos.

Oeste sitúa los orígenes de la obra –sus propios orígenes– en el auge de la Costa del Sol en los años setenta. Aquellos años del boom turístico en que los bordes del Mediterráneo malagueño se poblaron de rascacielos y de urbanizaciones, de extranjeros y de veraneantes plebeyos o con pedigrí aristocrático. Y en ese paisaje convulso de noches de excesos, alcohol y drogas campaba a sus anchas un padre salvaje y dominante, que hacía la vida imposible a su madre, maltrataba a sus hijos y se acostaba con todas las mujeres que se ponían a tiro de la enorme polla que no se cansaba de exhibir en casa, sin ningún tipo de recato. Acaso como baluarte fálico de su autoridad.

El niño Oeste contempló las palizas recibidas por su madre, las escribió hasta que su progenitor –esa mala bestia a la que despreciaba, temía y también respetaba– las descubrió y destrozó. El niño Oeste se refugió entonces en libros y cómic que su padre –ese monstruo– también destrozó. Como sus ilusiones. Como sus expectativas infantiles y casi adolescentes de la época de la Transición.

El libro, ¿la novela?, transita por su biografía y se compartimenta en varios apartados en los que se relaciona con su padre, con su madre o con sus hijas. Más allá de que aparezcan sin cesar otros personajes, como sus tías paternas, su hermano o una comitiva de amigos y vecinos que aportan luz al puzle lóbrego de una vida martirizada por castigos y vejaciones abominables.

Apela continuamente Miguel Ángel Oeste a la memoria, dudando a veces de su certidumbre o de su maleabilidad, a los testimonios arracimados o a fotos esclarecedoras. Y así escayola en cada párrafo, en cada incidente, el vello del lector que, a pesar de todo, sigue sin querer creerse que tanta maldad pueda alojarse en el corazón o en la mente de un malnacido que provocó la muerte de su mujer, aunque quizás no le asestara la puñalada definitiva, y que hizo crecer a sus hijos a merced del miedo, atenazados por una intemperie de terror.

Confiesa el autor su miedo, el de niño y el que lo siguió persiguiendo durante años. Pero hace falta mucho valor para reconocer ese miedo, para enfrentarse a él, aunque sea a través de la escritura utilizada como terapia, como herramienta de fuga; y, por supuesto, para compartirlo de ese modo con todos aquellos que se asomen a la lectura electrizante de estas páginas que son, al mismo tiempo, flagelo y alerta para nuestras conciencias.

Unas páginas que huelen a alcohol y a Ducados, a semen rancio, a sangre coagulada, a excrementos incontrolados, a sudores aterrados… Y, sobre todo, a entereza humana y a superación personal.

Concluye ¿la novela? con una pregunta que se hacen las hijas del autor: «¿Por qué solo tenemos unos abuelos?». Y creo que alguna batalla le habremos ganado a la barbarie si unas niñas viven una infancia actual, plácida, despejada de fantasmas. Unas niñas que no son capaces de imaginar el infierno que su padre padeció cuando tenía, aproximadamente, su misma edad. Ese infierno que convirtió a sus abuelos paternos –porque su abuela tampoco era una alhaja– en auténticos demonios.

Habla en un pasaje del libro Miguel Ángel Oeste de «la herencia del odio». Y, en su caso, creo que esa herencia consiste en sobrevivir primero y en armarse después de la entereza necesaria para afrontar y superar ese rencor extremo que lo mantuvo a merced de una zozobra continua durante años.

Aunque para eso haya tenido que pasar el largo y tortuoso trago de reconocerlo y recordarlo escribiéndolo; y los demás nos hayamos solidarizado con él, conmoviéndonos con la lectura de un libro absolutamente doloroso y recomendable. Aunque solo sea para no tropezar en la misma piedra violenta y vomitiva.

José Ignacio García es escritor, crítico literario y coordinador del proyecto cultural ‘Contamos la Navidad’.
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