La guía Wassermann o el cáliz de doña Urraca

Por Javier Carrasco

Javier Carrasco
18/03/2020
 Actualizado a 18/03/2020
Detalle del Cáliz de Doña Urraca. | MAURICIO PEÑA
Detalle del Cáliz de Doña Urraca. | MAURICIO PEÑA
La historia, como un árbol frondoso, se ramifica en brazos distintos, que corresponden a las distintas divisiones que se han establecido para estudiarla: Prehistoria, Historia Antigua, Edad Media, Edad Moderna, Edad Contemporánea… Después esos brazos se multiplican en nuevas ramas donde asoman nuevas divisiones que acotan el paso del tiempo en edades, reinados y nombres. Uno de esos nombres corresponde a la reina Urraca, reina de Castilla y León entre 1109 y 1126, en un tiempo convulso, de desestabilización política y social, de reconquista con periodos de guerra civil, en el que entran en un juego caprichoso de alianzas y contraalianzas, de simpatías y enemistades, el nombre de otros reyes, arzobispos, abades, y con ellos una nueva clase en auge, los burgueses, y otra, el pueblo llano, que apenas cuenta para nada pero que, cuando interviene, lo hace con la misma violencia que la empleada por todos los anteriores, como refleja esta crónica: «Cuando la turba la vio salir (a doña Urraca) se abalanzaron sobre ella, la raptaron, la cogieron y la echaron en tierra en un lodazal, como lobos y desgarraron sus vestidos, con el cuerpo desnudo desde el pecho para abajo y delante de todos quedó en tierra durante mucho tiempo vergonzosamente. También muchos quisieron lapidarla y entre ellos una vieja compostelana la hirió gravemente con una piedra en la mejilla». Reyes y vasallos bailando todos al compás que señala la lucha por la supervivencia.

De una vida intensa, azarosa, como la de esa reina y la de muchos personajes históricos, al fin solo permanece en la memoria, para la mayoría de la gente, una anécdota, una frase, un objeto que queda indisolublemente unido a sus nombres. La reina Urraca y el cáliz que lleva su nombre, que custodia el museo de San Isidoro en una de sus salas, son una muestra de nuestro afán simplificador y reduccionista que contribuye a darnos una pátina de cultura enlatada y prefabricada, y que alimentaría toda clase de especulaciones como la de que esta copa es el auténtico Grial tras pasar por muchas manos.

En una guía de las poblaciones de España, regalo de los laboratorios Wassermann, editada en 1951, y encontrada en la librería de viejo Pessoa, hoy desaparecida como tantas otras, se dice al enumerar escuetamente algunos tesoros de la ciudad: «La Colegiata, en la cual se hallan objetos inestimables: un cáliz de ónix, bordados, etc.» En este caso ni siquiera se hace referencia a la reina leonesa, pero se destaca un objeto que llevaría a los lectores de la guía –imaginamos que principalmente farmacéuticos y médicos, personas que podrían permitirse el capricho de viajar– cuando se acercaran por la Colegiata de San Isidoro, atraídos por el reclamo, a descubrir la historia de ese cáliz ricamente adornado con esmeraldas, zafiros y perlas, en el que asoma una misteriosa cabeza de pasta vidriada que parece sonreír y burlarse de nosotros, y relacionarlo con el nombre de doña Urraca, y cerrar así el círculo de asociaciones inevitables que nos condiciona.
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