19/04/2015
 Actualizado a 16/09/2019
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Como soy de los tontos nostálgicos que acostumbran a dejar constancia del lugar del que proceden, aproveché estos días pasados de Semana Santa para llegarme a León acompañado de mis hijos con la intención de mostrarles el territorio en el que protagonicé mis aventuras infantiles. Todas ellas discurrieron a la orilla del Torío, y el paisaje conserva aún esa reconocida estructura agreste en su margen izquierda, donde la verticalidad de las torrenteras desdeña la ilusoria propuesta del constructor capaz de desmoralizar a cualquiera. Entonces –entre los años sesenta y setenta– desde el Puente a la Candamia, recorríamos aventureros los chavales ese tramo de río que discurría en meandros, a cuyos recovecos habíamos impuesto apelativos que prevalecerán para siempre en la nomenclatura de la barriada incluso ahora, cuando el río no deja de dar la imagen de caudal anodino, sin misterios ni sorpresas, orientado mansamente hasta el encuentro con el Bernesga. «La junta de los dos ríos», así denominábamos el punto de unión de los dos afluentes que circunvalan la ciudad. «La Gravera», al otro lado del campo de fútbol, era la zona apropiada para la pesca de barbos. Llamábamos «Carnesada» al lugar donde solíamos bañarnos y tomar plácidamente el sol sobre la hierba.

El aroma de los nogales no lograba sobreponerse al de las plantaciones de lúpulo, ni éste al de las moras que atropábamos en las sebes que rodeaban los praos. Esos praos los ha transformado el Ayuntamiento en parcelas, un regalo para los jubilados que compiten con orgullo en conservar floreciente su huerto ante la mirada de los paseantes que dirigen su rumbo hacia La Candamia. Allí les señalo a mis hijos las praderas donde los fines de semana veraniegos disfrutábamos de las viandas preparadas en casa para pasar horas sabáticas de jolgorio y amistad con los vecinos. A falta de calores más apropiados, hay quien se atreve en estas fechas a tomar el sol en traje de baño en la pradera que se acerca al Torío.

Guiado por mi fantasía, les dije que podíamos caminar un poco más, acercarnos, si acaso, hasta la entrada del pinar que sube a Las Lomas. A partir de ahí, y en vista de la trasformación que, según pude observar, ha sufrido el entorno de La Candamia, decidí acomodar nuestros pasos en busca del lugar recóndito que aún reconocía, un espacio de cuya identidad siempre me había vanagloriado, y ello porque era difícil que alguien pudiese dar con ese recoveco que siempre denominábamos«La Fuente del Oro», un manantial inagotable surgido de los íntimos veneros del pinar y que mitigaba, entonces, nuestro cansancio. Al lugar se llegaba por un camino intrincado de cuyo arranque apenas si conservaba la memoria orientación alguna. Y hasta allí caminé con ellos por ver si seguía manando el agua que yo, en el zigzagueo de la búsqueda, iba magnificando asegurándoles sus extraordinarias propiedades.

Lo encontramos, sí señor, en lo alto de una pendiente escalonada rodeada de hierbajos. Aquel tesoro que siempre significó para nosotros la Fuente del Oro, poco tenía que ver con el hilillo de agua que salía de un provisional tubo de plástico colocado por cualquier advenedizo y que echaba por tierra la imagen de joya recóndita que siempre tuvo aquel espacio exclusivo. Mis hijos me miraban extrañados tras haber escuchado las loas que había ido desgranando del enigmático reducto, pero yo no me vine abajo y les animé a beber en la mano aquel líquido milagroso que solamente sabía a agua, de una frescura y una insipidez enaltecidas por mis aspavientos tras el primer sorbo. Elías había pasado toda la noche con problemas estomacales y se mostró remolón a probar el agua milagrosa, pero pudo más el efecto de la larga caminata, y claudicó al fin. Los demás –Ángela, Jorge y yo mismo– bebimos, ávidos del hilillo que nos ofrecía el tubo de plástico, y regresamos, río abajo, hasta llegar a Puente Castro. En el bar de Nani tomamos unas cañas. Y otras más en el de Mari. De los desajustes estomacales de Elías nunca se volvió a hablar en los días venideros, de manera que había motivo para que yo hiciese cada poco recordatorio de la calidad del agua de la Fuente del Oro.
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