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La flor del saúco

18/06/2017
 Actualizado a 19/09/2019
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Conocí los Ancares hace ya 35 años cuando la remota comarca galaico-astur-leonesa salía de la Edad Media en la que había permanecido prácticamente hasta entonces. De la mano de mi amigo Miguel Yuma, que por entonces llevaba a cabo para la recién creada Junta autonómica de Castilla y León la restauración del conjunto de pallozas de Campo del Agua, el mejor conservado y más numeroso de la región, recorrí aquella indómita tierra asistiendo al estertor de un mundo que se desvanecía delante de nuestros ojos con la llegada de las carreteras y de la luz eléctrica, entre otras ‘modernidades’. Recuerdo, en concreto, el viaje que realicé en pleno mes de enero del año 1987 junto con el cartero entonces de Trabadelo y después alcalde Juan Manuel Monteserín, el citado Miguel Yuma, la pintora Cristina Cerezales y el fotógrafo Ricardo Gutiérrez en el Land Rover del primero con el fin de hacer un reportaje para El País sobre los pueblos aislados por la nevada que había caído en aquellos días en la zona y la impresión que me produjo conocer personajes que aún vivían en la aldea de Asterix en medio de unas montañas blancas majestuosas que no se acababan nunca en el horizonte. Nuestro final en Campo del Agua, donde Raúl, el último que lo habitó en invierno, nos contó cómo en las noches de ventisca ‘o demo’ (el demonio) venía a visitarlo a su palloza, nunca se me olvidará mientras viva.

Recuerdo ahora todo aquello al acabar de leer un libro que otro amigo leonés, el fiscal y escritor Avelino Fierro, ha tenido a bien regalarme (los libros y los amigos son regalos en sí mismos, pero cuando se juntan lo son doblemente), ‘Flor de saúco’, de Andrés Martínez Oria, un relato de viaje por los Ancares leoneses, que son los que fundamentalmente yo conocí en aquel tiempo. El título, toda una metáfora lírica del territorio ancarés, donde al saúco lo llaman de muchas maneras: sabuguero, sabugueiro, sabugal, dependiendo del valle al que uno se asome, define a la perfección el espíritu que anima al libro, que no es otro que el de captar el paisaje y el alma de unas pobres gentes que durante siglos vivieron ajenas al mundo y, consecuentemente, olvidadas por éste, lo que las conformó autónomamente y al margen de delimitaciones. Todavía hoy los Ancares (y los ancareses), por más que digan los mapas, no son gallegos ni leoneses, ni bercianos ni ancareses tan siquiera. Son del país, como dicen ellos refiriéndose al indefinido territorio que allí donde unen sus pliegues la Cordillera Cantábrica y el sistema galaico-leonés se extiende por las tres provincias que confluyen en un pico, el de los Tres Obispos, que testimonia esa conjunción: León, Asturias y Galicia. El libro de Martínez Oria cuenta su viaje por parte de él: el de los valles de Burbia y Ancares, con asomo a Balouta y Suárbol, dos poblaciones leonesas porque lo dice el catastro, no porque la geografía lo justifique, pero sirve para conocerlo entero. Leerlo es una delicia y repetirlo lo ha de ser más, sobre todo en este tiempo en que los saúcos muestran sus flores al caminante que se adentra por aquellas trochas.
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