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La eternidad era esto

25/02/2018
 Actualizado a 10/09/2019
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Uno de los principales retos a los que se enfrenta un periodista de hoy es escribir un titular con una esperanza de vida superior a cinco minutos después de su publicación. Es más difícil aún que encontrar un titular que diga la verdad. Lo normal es que antes de ese tiempo la actualidad le obligue a cambiarlo, porque es lo que tiene la actualidad si se tiene demasiada prisa por atraparla, o que se lo plagie la competencia ahora que aquella expresión de la escuela «explicado con mis propias palabras» se ha convertido en la estrategia más usada de la lucha por el click. Los escritores aspiran a crear novelas de las que alguien se acuerde al día siguiente de la presentación, en el caso de los más humildes, o que sigan siendo medianamente recordadas después de desaparecer de las listas de ventas, en el caso de los más afortunados. Los cantantes quieren componer canciones que se conviertan en himnos y que pasen de generación en generación... y si puede ser que a ningún emigrante se le ocurra ponerle su propia letra. Los pintores y los fotógrafos quieren hacer cuadros y fotografías que sigas viendo después de cerrar los ojos. Los raperos sueñan con ser el mejor de su barrio, ganarse el respeto en el parque, que los chavales memoricen sus rimas, que les traten como si fueran apóstoles. Crear una muesca en la memoria del público ha sido siempre una virtud de unos pocos elegidos, privilegiados creadores cuyo talento les ha permitido condensar en sus obras una emoción que viaja por todas las edades y supera todas las modas. Sólo los verdaderamente buenos sobreviven al paso del tiempo y siguen mejorando cuanto más les lees, más les escuchas o más les admiras. Superar la amnesia colectiva, llegar a ser la noticia del día, el libro del mes o el disco del año se ha convertido últimamente en algo especialmente complicado ante el tsunami de todo tipo de publicaciones. Para todos los creadores existe un camino mucho más corto, el atajo que te permite llegar a más público del que nunca hubieras soñado y que te lleva a la eternidad de los grandes creadores: la censura. En otra época podría tener un sentido, porque la obra nunca llegaba al público, pero hoy la censura es el mayor altavoz posible. La prueba más evidente es que todos los artistas que han ido este año a Arco y cuyas obras no han sido censuradas, que son todos menos uno, han quedado condenados a un anonimato mayor del que padecían hasta ahora. Antes los autores se presentaban a premios para darse a conocer, pero ahora ni siquiera les hacen falta representantes porque los organizadores de la feria se encargan de elegir a uno y lanzarlo hacia el estrellato. En este caso, al que es probablemente uno de los más prescindibles. Al mismo tiempo, con su varita mágica, la Audiencia Nacional va creando víctimas y héroes entre los raperos más mediocres, los que nunca llegaron ni siquiera a ser los mejores de su barrio, brindándoles la oportunidad de sentarse en el banquillo de los acusados y, cuando les preguntan si juran decir toda la verdad y nada más que la verdad, puedan ganarse a la grada respondiendo «señoría, precisamente estoy aquí por decir toda la verdad». Hasta en el Bierzo una cementera se ha obsesionado porque todo el mundo se fije en los renglones más gruesos que ya nadie recordaba si había leído o había imaginado. Entran los políticos al debate del derecho al honor, las bocas más hipócritas se llenan al referirse a la libertad de expresión, y parece que nadie tiene en cuenta el honor de los que de verdad tuvieron que luchar en su día por conquistarla y tienen que ver ahora cómo su esfuerzo se malgasta en hacer eternas las mayores estupideces que, como todo lo demás, habían nacido perfectamente condenadas al olvido.
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