La España muerta

Bruno Marcos reflexiona sobre la imagen del medio rural en España con motivo de la exposición 'Alma tierra' del fotógrafo José Manuel Navia, que se puede visitar en el Museo de León

Bruno Marcos
02/10/2021
 Actualizado a 02/10/2021
Tierras Altas de Soria. 2009-2016. Concha Sabanza de Yanguas. | J.M. NAVIA
Tierras Altas de Soria. 2009-2016. Concha Sabanza de Yanguas. | J.M. NAVIA
Los de la generación del 98 sintieron la necesidad de conocer la verdad de España, de recorrerla, de caminarla, al ver que su rostro se volvía borroso con el fin definitivo de un imperio que perdía sus últimas colonias. Era urgente para ellos saber cómo era realmente y en ese momento España, su interior, sus pueblos, sus gentes. Ya venían avisando sus mayores de que muchos males aquejaban a la patria, que la misma noción de España se hacía en sí misma un problema que, por ejemplo, acabó doliendo a Unamuno como le dolía el estómago. Todo eso desembocó en una forma de patriotismo al revés: resaltar lo malo para que se cambiase. Aquellas inquietudes dejaron varias cumbres estéticas de nuestra historia cultural pero también una percepción de que lo atroz forma parte intrínseca de nuestra identidad.

Ya en 1888 el pintor Darío de Regoyos y su amigo, el poeta belga Emile Verhaeren, emprendieron un peculiar viaje por el país buscando lo más sombrío, lo tétrico, con la idea inicial de que el español era un pueblo fascinado por lo truculento. El resultado fue un libro mítico, raro y secreto, ‘España Negra’ (1899). También, y años más tarde, otro pintor, José Gutiérrez-Solana, quedó hipnotizado por esa visión oscura y escribió su propia ‘España negra’ (1920) tras ir de pueblo en pueblo. La obra de Solana, literaria y pictórica, fue una colección de retratos sórdidos, pintados con una paleta de colores, como se dijo, hecha de «hollín y pus», «tumefacta» la calificó su amigo Ramón Gómez de la Serna. Solana siguió el camino de los bajos fondos, el rastro visual de lo degradado, no se sabe si denunciando miserias, buscando esencias o embrujado por lo atroz: chulos, mujeres de la vida, travestidos, casas de dormir para mendigos, comedores de pobres, toros izados en el matadero, cristos sangrientos, carnavales y payasos que dan miedo, fiestas rurales lúgubres, estatuas deformes de santos de pueblo, maniquíes atónitos, cementerios, osarios, multitudes de esqueletos, calaveras…

Estos días podemos ver en el Museo de León las fotografías que José Manuel Navia ha hecho recorriendo de pueblo en pueblo, como Regoyos o Solana, la España negra actual cuyo mayor espanto es hoy la desolación: casas con los techos caídos, camas cubiertas por óxido y tierra, escuelas abandonadas, ventanas cerradas por las que entra la vegetación, paredes cuya única decoración es un calendario parado, buzones a los que no llegan cartas, ancianos mirando por la ventana las calles del pueblo vacío a la vez que la televisión…

Juan Ramón Jiménez dibujó con precisión el retrato de Solana en su ‘Españoles de tres mundos’ incluyéndole entre los muertos aunque aún vivía: «difunto, esmerilado en su vitrina, vitrina él mismo». El historiador del arte Ángel González García afirmó que Solana más que la España negra mostraba ya la España muerta. Hoy, cuando se habla tanto de la despoblación del medio rural como si fuera una cosa de antes de ayer y no el producto de un proceso extenso en el tiempo y en el espacio, cabría reflexionar a fondo por qué nuestros padres, abuelos, bisabuelos y tatarabuelos huyeron del campo y en cuánta medida la imagen que se construyó de la vida rural ha servido a unos intereses y a otros en el relevo del poder, sin que ni unos ni otros hicieran lo necesario para detener la desertización y el olvido de aquello que deberíamos haber conservado del mundo campesino. La España blanca y la España negra, y la muerta.
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