24/02/2018
 Actualizado a 17/09/2019
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Así se muestra España: esquivada en sus símbolos, y en su nombre y en el de su universal lengua. De vez en cuando, alguno de ellos saltea en la actualidad. A la cantante Marta Sánchez, el pasado sábado, le apeteció para cerrar, en el Teatro de la Zarzuela, la celebración del trigésimo aniversario de su carrera profesional, cantar una versión del himno nacional, que había suavizado, durante su desencantada estancia en EEUU, en una suerte de balada y con texto propio.

No es la primera vez que esto sucede, sino que, al ser el ‘Himno’ o ‘Marcha Granadera’ uno de los cuatro del mundo sin letra, han surgido espontáneos esporádicos, deseosos de cubrir esta carencia: Marquina, Pemán, Juaristi, Sabina…. El intento de definir una esencia española ha sido el motivo de inspiración: el paisaje, con el cielo azul, el sol, los valles y el mar; nobles valores, como la dignidad y la igualdad… Ninguna de las anteriores composiciones ha perdurado. En el caso del himno de Marta Sánchez, por la andanada secesionista que vivimos, la repercusión ha sido sonada; y ha ocasionado inmediatas réplicas, ante lo que consideran un patriotismo ñoño, por aficionados vates, entre ellos Quequé y Carlos Latre.

En tanto en otras naciones su himno es respetado por los ciudadanos, en España es denigrado en los estadios, con grandes silbidos, por parte de unos espectadores inoculados de rabia separatista o energúmena. Que tienen su respuesta por el resto del público tatareando sonoras sílabas para seguir su compás. El griterío, finalmente, es inmenso. Se mantiene la costumbre, en varias poblaciones, de interpretarlo en la apertura de las fiestas, u otros actos significativos, por ejemplo a la hora del Pregón, pero no se guarda el debido silencio por parte del público que asiste de pie, y aún menos por cuantos se arrellanan en las terrazas.

En los edificios públicos, salvo excepciones, ondea la enseña nacional, con o sin escudo en su paño rojo y amarillo. No faltan virreyes, del norte y del este, que solo se acompañan en sus comparecencias de la suya cantonal, y que eliminan la española de las estancias de su urdida ínsula. También te encuentras con otras gigantes en lugares destacados de algunas ciudades, lo cual no deja de ser una desmesura y un contagio norteamericano. La reacción ahora de muchos españoles, ante el embate separatista, al colocar la ‘rojigualda’ en los balcones, es excepcional y surge como contestación al banderado afán de los catalanes.

En edificios nobiliarios se conservan multitud de escudos; no digamos en iglesias y catedrales; son representativos de los estamentos sociales preeminentes de pasadas épocas, y de gran calidad artística. Unificada nuestra nación, un escudo la representa. Cuál es su significado no es algo muy conocido; pero, en realidad, estampado en el paño rojo y gualdo, ya acoge, por sí mismo, la variedad de los pueblos de España y de su fecunda historia. Así, su primer cuartel, con las cuatro barras rojas sobre fondo amarillo, es la señera de la corona de Aragón y, por tanto, presente en esta región, Cataluña, Baleares y Valencia. Y de esta suerte, sucesivamente, podríamos apercibirnos de los reinos de Castilla, de León, Navarra y Granada. No faltan a nuestro escudo otros componentes como las Columnas de Hércules, con su leyenda ‘Plus ultra’, constatación de cómo el antiguo reino de Castilla, con su expansión en América amplió, ‘más allá’ del mundo griego, el conocimiento del mundo.

Separatistas y ‘paraprogres’ con el fin de obviar el nombre España se sirven continuamente de ‘país’. Nada tiene que ver con la intencionalidad de su uso por autores como Larra, escritor que tituló uno de sus memorables artículos de crítica de costumbres con ‘En este país’. Cierto es también que ha servido para nominar territorios singulares, como el ‘País de maragatos’. Actualmente, entre los intencionados y otros voluntariosos, existentes, verificamos que la sustitución continuada del nombre España obedece a que se le aplican rancias connotaciones; o bien porque es un oportuno comodín para la ambigüedad política. Otro tanto sucede con aludir a nuestra lengua como castellano y no español, hábito cada día más dominante; así el primero fue el elegido en nuestra Constitución, y desde hace unos años, para regusto de los nacionalistas, en los libros de texto escolares. Sin embargo, la denominación ‘de preferencia académica’ es la de ‘el español’; obedece a la evolución de su primitivo romance y a la preferida por más de 400 millones de ciudadanos que comparten tan rico bien en diversos continentes.

¿Habrá alguna otra nación que resulte esquivada en su propio nombre, en el de su lengua, y en sus esenciales símbolos, como su bandera o escudo? Probablemente, no. ¿Y dividiría en dos pareceres ideológicos, el que una cantante pusiera a su himno palabras hacia su patria por ella sentidas? Posiblemente, tampoco. Buena tarea para nuestros políticos sería el dedicarse a evitarnos tanta esquivez: les obligaría a adentrarse en el conocimiento de lo que hemos sido y, unidos, podemos llegar a ser; y hasta se librarían, en estos asuntos, de su improductiva, enmarañada futilidad.
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