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La España de atrás

10/11/2019
 Actualizado a 10/11/2019
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Un buen día llegaron a la plaza del pueblo y arrancaron los antiguos poyetes de piedra gastados por el uso, demolieron el pilón del caño y levantaron el suelo de tierra apisonada. Hasta el árbol talaron. Cuando se fueron todo quedó asfaltado y con aceras, había unos bancos grises de algo parecido a la piedra que no era piedra con el símbolo de una caja de ahorros en letras muy grandes y una pileta industrial con un grifo que acabó por atascarse. Los nuevos arbolitos alineados en alcorques de cemento se secaron enseguida. Nadie preguntó previamente, ni volvió después a comprobar cómo seguía todo. Sucedió hace muchos años, cuando éramos niños.

Desde que la ciudad existe y se ha convertido en jurisdicción de casi todo, relega al pueblo a la condición de patio trasero y solo hacen, deshacen y opinan de los pueblos dos tipos de gente urbana. Los de ciudad de toda la vida idealizan el pueblo como una suerte de edén dominguero, alabanza de corte que encubre un menosprecio de aldea y se remonta a las villas de recreo romanas. Luego están los arrepentidos y conversos de pueblo, aún más drásticos. Exiliados del arado al asfalto, intentaron transformar los pueblos que abandonaron en una suerte de miniciudades que no los avergonzasen. Ese quiero y no puedo se aprecia por doquier.

Ahora que ya es tarde, preparamos congresos, tertulias y sesudos informes sobre motivos y circunstancias acerca de los pueblos españoles en vías de extinción preguntando qué, cómo, cuándo, dónde o por qué en una actitud parecida a como tratan los colonizadores a los aborígenes, con la condescendencia y presunción que se emplea con un sometido. Tenemos al campo por una reserva, tal cual lo habitaran apaches.

A borbotones buscamos fórmulas mágicas para ese abandono de nuestra propia tierra que sentimos ajena. Ahora la salvará Internet. O un partido neofascista. Pero, excepto protestas desdibujadas, apenas se oye la voz (las voces) de esa España vacía, convertida en hueca al modo de una caja de resonancia de nuestras inquietudes urbanitas, no vaya a ser que no dispongamos de casa para veranear, monte para pasear, campiña para Instagram o escenario de las demás ansias de paisaje y lugares amenos. Las manifestaciones angustiadas de esa parte del país comparecen en los noticieros como una nota de color folclórica, como las ovejas pasando por el centro de Madrid. Son pintorescas y apaciguan conciencias.

Este otoño han colocado una marquesina nueva y acristalada en medio de la plaza, justo donde se hacen las fiestas y se coloca la barra del bar los únicos días en que el pueblo parece revivir gracias al jolgorio y los regresos veraniegos. Poco antes habían colocado farolas ‘isabelinas’ –así las llaman– que parecen sacadas de un barrio antiguo de Madrid. Y una acera con bordillos recién cincelados y un buzón amarillo donde nadie echa cartas.
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