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La era de la indignación

03/11/2019
 Actualizado a 03/11/2019
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Ya ha pasado antes, pero quizás nunca con tanta dispersión geográfica, de manera tan globalizada. Hong Kong, Barcelona, Quito, Santiago de Chile, París, La Paz, Beirut, Londres… Todas esas capitales y muchas otras se han convertido en escenario de marchas, manifestaciones y altercados en los que, con mayor o menor furia, se dirimen insatisfechos y a menudo legítimos anhelos frente al Estado o la política oficial, entendidos como adversarios.

Es cierto que cada manifestación de ira ciudadana tiene un detonador distinto: la subida del precio del metro, de los carburantes o la imposición de una tasa a WhatsApp, la condena a los líderes de un movimiento independentista, una ley hostil, unas elecciones bajo sospecha… Y también lo es que cada protesta tiene un caldo de cultivo propio: desigualdad en el reparto de la riqueza, amenazas a las libertades, marginación económica de los débiles, injusticia social flagrante, aspiraciones de independencia, abusos de poder…

Pero la coincidencia en el tiempo y la forma que adquieren les añaden un punto de similitud que las redes sociales y la interconexión incrementan. Se sintoniza el telediario sin ver los titulares y no sabemos dónde se produce la noticia, de dónde son las muchedumbres que invaden la calle. Salen a la calle en muchos lugares a la vez.

¿Existe un denominador común? Tal vez sí, tal vez todas ellas compartan un mismo desencanto, un desencuentro preocupante y peligroso: el fracaso de la política para atender las inquietudes, aspiraciones e irritaciones de los ciudadanos. La preponderancia de entidades ajenas a los gobiernos legítimos, como multinacionales y grandes corporaciones, el sentimiento de abandono y de incompetencia de los políticos o la falta de mecanismos que atiendan y encaucen esas reivindicaciones están consiguiendo dejar fuera del cauce político a demasiado número de ciudadanos en los países democráticos. En los otros no se esperan cambios, pues tampoco los demócratas hacen por estos últimos, abandonados a su suerte bien por su potencia económica o por sus recursos, bien por su intrascendencia, desatendiendo las reivindicaciones de los ajenos tanto como de las de los propios ciudadanos.

Como siempre que existe alguno, este desencuentro puede achacarse a ambos grupos, por descontado, pero son los representantes quienes rinden cuentas ante sus representados. Y la política continúa ensimismada en sus partidismos, mientras se cuecen lejos de ella problemas que los ciudadanos no entienden por qué se perpetúan. Estos se automarginan y son convocados por populismos y encendidos con emociones que convierten en pretendida política una legítima rabia que no encuentra otra espita de salida. La democracia no da abasto a tanto requerimiento acumulado. Los partidos barren bajo las alfombras y se comportan como si nada hubiera cambiado. Esto también ha sucedido ya. Cuidado.
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