Imagen Juan María García Campal

La duda, esa es la cosa

26/08/2015
 Actualizado a 08/09/2019
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Adela Cortina en su artículo ‘Conciencia y reputación’, publicado el pasado sábado en un diario nacional, recuerda la nietzscheana afirmación de cómo «nos las arreglamos mejor con nuestra mala conciencia que con nuestra mala reputación». Por si tal frase fuese breve invitación a la cavilación, parece ser que «estudios científicos de distinto género muestran cómo las personas actuamos más cordialmente con los demás cuando nos sentimos observados, incluso cuando en un experimento el supuesto observador está representado por unos trazos colocados de tal modo que simulan ojos humanos».

Si uno refiere dicha cavilación a su quehacer como opinador u opinante en un medio de comunicación, mentiría como un bellaco si no dijese que, a veces, uno se pregunta a cuál de los dos reconocimientos, propio o ajeno, ha de plegar más su pluma en el solitario acto de la escritura, opinativa, firmada, pública y, en consecuencia, sometible a examen, discusión y juicio. Juicio este del que, en más o menos, dependerá la propia reputación. Porque a mí, como a casi todos, creo, me gusta gustar. A mí también me gusta que me quieran. Lo de la vanitas-atis, vamos. Por eso cuando escribo, de alguna manera, mantengo a mi lado, de manera imaginada, la mirada leyente de la persona que considero mi mejor y crítica lectora. Pero también, cómo no, está presente esa compañera inseparable, propiedad del espíritu humano, que es, ¡ahí va!, la conciencia.

De ahí que –salvo veces en que seguro me habrá vencido la pasión– procure argumentar mis opiniones. No siendo secuaz de verdades inmutables, procurando tener todo por discutible u opinable, hacerlo es la manera, pienso, de acercarme a lo más razonable y una de las formas de someterme a la propia conciencia, de equilibrar conciencia y reputación. Cuántas veces durante dicho proceso no llega uno a dudar e incluso modificar el que tenía por propio criterio. Pero también porque al argumentar, uno no sólo lo hace sobre el qué que arguye, sino que, además, tiene en consideración a quien se dirige, su sensibilidad, su inteligencia. No se trata de demostrar nada, de imponer nada, de vencer o de lograr adhesión alguna, sino de persuadir, de provocar con suerte una nueva reflexión por parte del lector –lo tendría por éxito–. Ofrezco la propia opinión como algo parecido a un motivo de duda. «La duda, Pío, la duda, esa es la cosa», que decía Fernando Fernán Gómez en El Abuelo, y hasta la duda de uno mismo que nunca es del todo porque siempre se está haciendo.
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