09/08/2019
 Actualizado a 18/09/2019
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La dichosa siesta. La odio, siempre la odié. De pequeña cuando en verano mi madre bajaba todas las persianas de la casa de La Bañeza por el calor, como si estuviéramos en un país tropical, y nos obligaba a meternos en la cama, y el olor de la sandía en los dedos y el zumbido de las moscas. ¡Siesta no! En cuanto creía que todo el mundo dormía, me levantaba y empezaba mi exploración. De puntillas atravesaba el vestíbulo y cruzaba la galería hasta la casa de mis abuelos.

Mis abuelos se echaban grandes siestas. Siestas de pijama y orinal, como decía Cela. Sus ronquidos, a dúo, retumbaban en toda la casa. Podía fisgar lo que me diera la gana sin que se enteraran, mientras escuchara los ronquidos, estaba a salvo. Abría los armarios, le robaba bombones a mi abuela. Revolvía la colección de cómics de mi tío y mi madre. El Guerrero del Antifaz, El Capitán Trueno, y cuadernillos de finales de los 50 con personajes desconocidos y no tan fácilmente inteligibles para una niña de los 70. El hambre, la posguerra. Y todas esas revistas con celebridades de Hollywood en la portada. ¡Romy Schneider como Sisí! ¡Audrey Hepburn! Y las historias de amor con chicas vestidas de damas antiguas. Había una diferencia profunda en el relato de niños y niñas. Aunque, desgraciadamente, en eso no hemos cambiado tanto. En cualquier juguetería de hoy, incluso en una tienda de H&M: niños, historias de aventuras; niñas, de princesas; niños vestidos de superhéroes, niñas con tutús y coronitas. En fin, la siesta, que pierdo el hilo...

Podía escaparme por las escaleras de caracol y subir hasta el desván donde mi madre tendía la ropa, lleno de cajas con telares inservibles. O bajar al almacén donde había torres de ejemplares del Readers Digest de mis abuelos, que lo compraban desde los años 50 –torres de ejemplares malolientes, porque en la cochera habitaban familias enteras de gatos–. O podía subir hasta la azotea donde mi tía tendía la ropa –mi mundo era una cuestión de terrazas y azoteas donde las madres tendían su ropa y marcaban su territorio– y bajar los tres pisos deslizándome por la barandilla. Era un momento de libertad secreta, intensa, pero breve. De pronto me sonaba una campanilla interna en la cabeza y sabía que debía regresar. Cuando mis padres se levantaban, me encontraban en mi habitación con cara beatífica.

Nunca entendí ese afán de siesta de mi familia. Pero ahora con un niño pequeño lo comparto. Es el momento de libertad... para los padres. Una desconexión temporal de la tarea de la maternidad y la paternidad. Ahora digo con alegría: ¡a dormir la siesta! Y mi hijo contesta: “¡Qué aburrido, mamá, no quiero dormir siesta!”.
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