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La desigualdad funeraria

15/11/2018
 Actualizado a 16/09/2019
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La vida se está poniendo tan insoportable que ya no lo dejan a uno ni morirse a gusto. «Morir, dormir, tal vez soñar», decía Hamlet, el príncipe atormentado; pero él no era gordo, claro. Todos hemos soñado alguna vez cómo nos gustaría que fuera nuestra última despedida. Amortajado de traje, repeinado de laca y con esa media sonrisa a lo Gioconda, enigmática y rígida, que da a los rostros el maquillaje funerario. Hace mucho decidí que la tierra no era para mí, que nunca iba a serme leve y preferí arder en el infierno terrenal de un crematorio a terminar mis días implado de gusanos a los que solucionar las provisiones de un par de inviernos. O peor aún, que el destino es caprichoso y traicionero, y nadie sabe si en unos pocos cientos de años te acaba acomodando en la vitrina de un museo a lo Miguelón de un pre-robótico siglo XXI o te exhuman como si fueras un dictador cualquiera y terminas en un osario similar al de Wamba, mezclados tus huesos con los de los desconocidos (menudo pudor) y sin saber de quién es este o aquel fémur. Yo quiero ser incinerado, que se churrusquen mis pecados. Y que así se cumpla confío, ya lo saben mis allegados.

Sin embargo esto de morirse se está convirtiendo en algo complejo. No el hecho en sí, saben que para eso basta con dejar de respirar un rato largo, si no el poder realizar las últimas voluntades del finado. Resulta que esta semana la Generalitat de Valencia ha manifestado su intención de prohibir la incineración de personas obesas porque generan una mayor contaminación al necesitar mucho más combustible para convertirlos en cenizas. Han rectificado. Con todos los respetos, que se fastidie el planeta cuando yo muera si encima tengo la desgracia de haber padecido una obesidad mórbida, que por el momento no está en la lista de caprichos de nadie. Más contaminan las flatulencias de las vacas y siguen tan tranquilas comiendo hierba en los prados, aunque también las persiguen los ecologistas de camiseta mientras debaten en asamblea qué hay que proteger más: la vaca o la capa de ozono, que ambas forman parte del ecosistema. El huevo o la gallina, que dirían en los pueblos. Pero no nos desviemos de esa nueva discriminación en la era de los agravios. La desigualdad funeraria, la pobreza mortuoria que no permite la capacidad de elección de dónde y cómo aguardar la eternidad. La muerte nunca fue igualitaria, no les engañen. Todos murieron, morimos y moriremos. Pero ese trance a veces acabó en fosa común, en mausoleo, en campo de batalla o en cripta sagrada. Ahora es el colmo, que en la sociedad de la diversidad, la inclusiva, la de capacidades diferentes y sensibilidades de papel de fumar... uno no pueda morirse gordo si desea acabar siendo polvo antes de tiempo. Les espetaría mi tío: «con lo que me cuesta tener bien cuidada esta panza, mantenida en los mejores restaurantes y en tiendas gourmet». Pues nada, otra inversión al garete. Aunque genere un nuevo nicho de negocio, la dieta para crematorio que vender en las vacaciones del Imserso.

Hay una conspiración contra los crematorios. Hace poco incineramos a un familiar y nos llevaron hasta un polígono industrial en las afueras, entre un almacén de tornillería y una distribuidora cárnica. Tirándonos la solemnidad por los suelos, sin coronas de flores ni pasillo de cipreses. Que hasta llorar parecía inoportuno. Después tampoco está permitido arrojarte en cualquier parte, uno quiere ser mar y en muchos puertos solo es legal si una embarcación te aleja a cinco kilómetros de la costa donde querías volar en pavesa. No llegas ni muerto. Así que construyen columbarios, que la muerte tiene que seguir siendo un negocio muy vivo. Porque el problema de esparcirse sobre este mar, aquella montaña o esta paramera es que no pueden cobrarte un nicho en el aire. Estar gordo y conducir un coche diésel, menuda irresponsabilidad.
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