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La Cultural y nosotros

10/06/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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No es que el fútbol sea lo más importante del mundo, aunque algunos lo piensen, pero sí es cierto que tiene algunos ingredientes sentimentales, o emocionales, que revelan cosas de nosotros y que explican mucho de nuestra personalidad, individual y colectiva. Un buen ejemplo es nuestra Cultural, equipo emblemático e histórico, desde luego, que, sin embargo, es muy capaz de llevarnos en ocasiones a la decepción y al cabreo, cuando no a la indiferencia (esperemos, eso sí, que momentánea). No suelo hablar mucho de fútbol, que hace ya muchos años que me parece más espectáculo que deporte, pero siempre me han interesado esos vínculos que tienen los equipos con el devenir de las ciudades o pueblos a los que representan. Representan, sí, esa es la palabra. A fin de cuentas, el fútbol está en todas partes, se asoma a múltiples pantallas, y casi parece omnipresente en nuestras vidas (y en eso no es tan importante la categoría en la que el equipo milite: uno es de unos colores, yo creo, esté donde esté, contra viento y marea. O debería serlo).

El caso es que la temporada regular ha terminado y el equipo de la capital no ha logrado encaramarse a las eliminatorias que conducen al ascenso, cuando todo el mundo, al menos allá por el mes de octubre, lo daba por hecho. No sé si será un fracaso, pero una decepción seguro que sí. En esto de los juegos conviene no dar nada por sentado, igual que en la vida misma. Ni pensar en exceso que uno tiene el mejor equipo, o el presupuesto más alto (aunque este último sí sea un dato objetivo e incuestionable). Nada es definitivo, salvo que la superioridad sea realmente aplastante. Y aún así… pues nunca se sabe. Soy optimista por naturaleza (antropológico, quizás), y me molesta mucho el ejercicio bastante victimista del que hacemos gala a menudo, representado por el escepticismo sistemático sobre nosotros mismos y nuestras posibilidades (no en el fútbol, sino en todo), algo que parece estar en nuestro carácter o en nuestros genes. Está claro que no se puede asegurar un triunfo ni un ascenso en un deporte, ni en casi nada. Pero eso no impide hacer autocrítica y mirar en perspectiva lo que la temporada ha ofrecido (o más bien lo que no ha ofrecido) y entender la desesperación y la tristeza del aficionado, al que el caramelo de la Segunda División le ha durado más bien poco. No me extraña que luego se alimenten posturas pesimistas por las esquinas: los resultados parecen dar la razón a los que piensan que si algo puede ir mal con nuestro equipo, seguro que irá mal (y ahí están las clasificaciones para demostrarlo: un descenso con los mismos puntos que un equipo que no descendió y un ‘play-off’ de ascenso perdido, este año, con los mismos puntos que uno que sí lo consiguió, aunque ya haya sido eliminado a las primeras de cambio).

Es una aciaga casualidad, o como quiera verse: parece que por varias razones no deberíamos haber descendido de Segunda división (cuyo ascenso fue como un milagro largamente esperado, por lo que De la Barrera está ya en unos altares culturalistas poco frecuentados), y en cuanto a lo de alcanzar este año al menos las eliminatorias, al menos el cuarto puesto de la tabla… pues tampoco debería haberse complicado tanto. Pero es inútil llorar sobre la leche derramada. Y también es inútil intentar hacer ‘tábula rasa’, como si todo lo anterior no sirviera de nada, y sólo empezar de cero (una y otra vez, en plan Sísifo) pudiera devolvernos la ilusión de la victoria. No es así. Siempre hay muchas cosas muy aprovechables, también en los malos momentos.

Perder la esperanza es mala cosa, pero puede entenderse. La frustración de muchos años intentando alcanzar visibilidad futbolística, más allá de la provincia, o de las provincias limítrofes, tiene que ver en el fondo con algunas otras frustraciones seguramente más importantes, y más graves, de las que a menudo hablamos aquí. No hay más que ver cómo las eliminatorias de la Copa del Rey (nos hemos enfrentado en los últimos años a Madrid y Barcelona, por ejemplo) sacan lo mejor de los aficionados, que sueñan por unos minutos (o soñamos) con pertenecer a un lugar, el de la elite, al que sólo logramos asomarnos en circunstancias muy especiales. Y, desde luego, de manera muy efímera. No está mal, pero a veces parece que esa suerte de los sorteos coperos sólo sirve para remover el poso de viejas decepciones que siguen ahí, latiendo como la hojarasca del otoño. Por eso el ascenso a Segunda división tuvo aquel simbolismo, aquella repercusión cercana al milagro: de un lado, terminaba de un plumazo con los vaticinios constantes de derrota, que, como digo, vienen de ese escepticismo, este sí, creo que algo antropológico. De otro, nos demostrábamos a nosotros mismos que el éxito no siempre es esquivo para esta provincia, o para esta ciudad. No quiero ponerme en clave de experto en inteligencias emocionales (los hay muy buenos), pero tenemos que aprender a querernos más y todo irá mejor.

Ascender de categoría futbolística era tanto como ascender en categoría ciudadana, ponernos en el mapa, al menos en el mapa televisivo. Creo que muchas personas entendieron así el mensaje, pero seguramente no es del todo cierto. Sólo se trataba de un ascenso futbolístico. Reconozco la repercusión mediática de todo eso, es innegable, y desde luego me parece muy lícito aprovechar todos los escaparates posibles para relanzar una tierra que vive una coyuntura difícil (y los datos cantan, al menos en cuanto a la despoblación, el envejecimiento o la desindustrialización: esos sí son los verdaderos males). El fútbol sólo significaba una cosa más, de acuerdo: un equipo en Segunda división (ya puestos, mejor sería en Primera…), para intentar tener visibilidad, para estar en la pomada. Ese milagro se disipó en pocos meses, como se disipa la magia, que tanto se celebra aquí, o como se disipan tantas ilusiones. Algunos creen que fue el precio de la inexperiencia (por más historia que el equipo acumule, mayormente en el pasado). Fue tanto como volver a caer en el desánimo sin apenas haber catado la alegría. Para los que nos pasamos la infancia y la juventud en la Puentecilla, casi medio siglo de espera no es un asunto baladí. Se entiende la frustración.

Ahora, con un panorama que implica seguramente una rebaja presupuestaria (desaprovechada la gran oportunidad que supone el primer año tras el descenso, según dicen los que saben), es fácil deprimirse. Por eso esta historia reciente de nuestro equipo parece a veces un reflejo de esas otras decepciones que nos asaltan. De esa capacidad que tenemos a veces para cubrirlo todo de escepticismo, para negarnos el futuro a nosotros mismos. No hay razón para ello. Ya vimos que la suerte puede cambiar si se insiste lo suficiente.
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