12/01/2015
 Actualizado a 19/09/2019
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La cuesta de enero, lo era para los escolares e internos porque concluían las vacaciones y había que retornar a los estudios; y para las familias porque tenían que apretarse el cinturón después de los dispendios de la Navidad. En efecto, se trataba de una pindia ascensión hasta febrerico el corto, (que sus días son 28) cuando ya se comienza a barruntar la primavera y los campos a verdear. Hoy la cuesta de enero es regresar de lejos, hacia más lejos cada vez, tanto que, como escribe Paul Auster en ‘Fragmentos del frío’: «te verás a ti mismo dejándote atrás».

Mucho llama la atención del viajero que abandona León y se adentra en la meseta, la contemplación por estas fechas de los campos llanos palentinos alfombrados de franjas verdes, como lienzos tendidos al sol. ¿Quién los aró? ¿Quién los sembró? ¿Qué manos dibujaron esos rectángulos perfectos con tanta precisión? Pareciera tierra no habitada por humanos. Los ojos que bajan de la nieve y las heladas crudelísimas tardan en adaptarse a la visión de ese verdor. Tarda uno en percatarse de que, a cada kilómetro que avanza, va dejando atrás el paraíso terrenal.

Luego, al seguir, la niebla, inevitablemente, se apodera del paisaje, y el gran Ebro parece supurar un pestilente aroma de renunciación; los viñedos riojanos se aplastan y se esfuman; y el Moncayo se ha esfumado, así, sin más. Tiene que ser la cercanía de la mar lo que amortigua el resplandor de una luna enorme que campea en el horizonte, desplazándose aquí o allá, tratando de desorientar a los viajeros, tal vez con la intención de convencerlos para que den la vuelta y regresen cada cual a su lugar.

La cuesta de enero, en aquella infancia desvalida y antinatural, era regresar a la ciudad endrina, cuyas luces se movían en la niebla como gatos que no dejan de maullar, como tratando de despistar la tímida mirada del niño que bajaba de la nieve y, a duras penas, era capaz de respirar. Aunque no había leído a Paul Auster, ya pensaba como él: «No te olvides que tu viniste a este mundo antes que la nieve».

Entonces no había mar. La luna era tan grande como ahora, pero se escondía pronto entre los serrijones, en algún otro oscuro y recóndito muladar. Desde los altos de San Isidro, toda la cordillera era un recuerdo inaccesible de felicidad al lado de la lumbre y, cuando se levantaba la niebla, uno podía pensar que la cuesta de enero iba a costarles tanto esfuerzo que de ninguna forma podría llegar hasta febrerico el corto, a las puertas ya de la inmensidad.
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