La crueldad

Con la mirada inocente y tierna de una niña, la autora de este relato, a través de un estilo sencillo y reflexivo a la vez, nos adentra en un mundo rural donde los instintos primarios, incluso la crueldad, forman parte del mismo

Susana de Paz
12/07/2020
 Actualizado a 12/07/2020
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Era una tarde de julio, de esas de infancia, largas y calurosas, que sólo se hacen llevaderas gracias al chapuzón en el río con la pandilla y el bocata de Nocilla de media tarde. En el pueblo de los abuelos, el tiempo se desdibuja y, sin otra tarea ni obligación, el resto de las mañanas me entretenía, como otros muchos rapaces, ideando qué trastada llevaría a cabo por la tarde. Cualquier novedad, cualquier acontecimiento, que rompiera con la monotonía, era acogido con entusiasmo por nuestra pandilla.

Así ocurrió cuando parió una de tantas gatas callejeras que proliferaban por las calles del pueblo y que mantenían a raya a los ratones que se multiplicaban al calor de los montones de carbón que almacenaba toda bodega, patio o carbonera, por pobre que fuera.

Eran tiempos prácticos. Los padres y los abuelos habían vivido tiempos duros y cada miembro de la familia tenía un cometido vital que era colaborar en el mantenimiento y bien común de la familia, por lo que a nadie se le habría ocurrido mantener un gato en casa si no fuera porque tenía una labor asignada.

Igual pasaba con los gatos callejeros. Eran tolerados porque cumplían con el fin social que se esperaba de ellos: mantener a las alimañas a raya.

Para los niños, los gatos, que eran independientes y esquivos, solían pasar desapercibidos. Y hacían lo posible por escapar de las poco cuidadosas manos y la necia insistencia de los niños del barrio.

Pero aquella tarde la puerta de una bodega, que habitualmente estaba bien cerrada, apareció abierta. Faltaba la gruesa cadena cerrada por un candado que pasaba por los agujeros hechos directamente en cada una de las toscas hojas de la puerta, agujeros que a la chavalería nos permitían controlar las cajas de gaseosa que allí se guardaban.
Ver la puerta abierta y brillarnos los ojos fue todo uno. Regar el sopor de la tarde con una botella de esa gaseosa, que se prometía dulce y fresquita, era un placer al que nos estábamos dispuestos a renunciar. Entrábamos raudos con la intención de que la fechoría fuera rápida y limpia, sin que dejara ni una sola huella. Pero una vez dentro, cuando nuestros ojos se acostumbraban a la oscuridad que nos rodeaba, lográbamos atisbar en una esquina, sobre un viejo saco, unos pequeños bultos que se movían. Emocionados, descubríamos que eran ocho cachorros de gato.

Agarrando entre todos el raído saco y con sumo cuidado, aprovechando que su madre no estaba, los sacamos a la calle para observarlos a plena luz. Eran muy pequeños, tendrían no más de una semana de vida porque algunos todavía permanecían con los ojos cerrados. El pelaje blanco y negro los hacía a todos iguales y a la vez a todos diferentes. Eran suaves, algodonosos. Desprendían calor y olían a lecha agria, de tal modo que despertaban nuestra más íntima ternura.

Nos sentíamos entusiasmados con la presencia de los cachorros, mientras, todos juntos, los observábamos, acariciándolos, al tiempo que decidíamos a cuál o cuáles de aquellos gatines elegiríamos, porque nuestra intención era adoptarlos, cada uno el suyo. Hasta que la aparición del borracho del pueblo nos sacó de nuestro ensimismamiento, sorprendiéndonos con su desagradable presencia.

Era un hombre mayor, de tez oscura de sol y de barba mal afeitada, con arrugas muy profundas, ojos pequeños y boca desdentada. Alto y seco como un sarmiento. Vestía ropas viejas, de color grisáceo. Yo lo había visto algunas veces, siempre solo y huraño, trasegando clarete en la tasca de mi abuelo.

Al principio nos asustó, pero rápido entablamos conversación con aquel tipo, dispuestos como estábamos a contarle nuestro descubrimiento, que tanta emoción nos procuraba.
Él se agacho, observó un momento la escena, y sin decir palabra ni manifestar atisbo alguno de sentimiento envolvió a los ocho cachorros en aquel saco, se levantó y comenzó a andar. Nos quedamos de piedra. Extrañados… De repente, un sentimiento de angustia se despertó en mí.

Aquel hombre, con paso parsimonioso, se dirigió directamente al puente del río, donde los niños del pueblo teníamos absolutamente prohibido cruzarlo, ni tan siquiera asomarnos, bajo amenaza de un buen castigo.

No lo dudamos ni un instante, nos colgamos con todas nuestras fuerzas de su zarrapastrosa chaqueta, tratando de impedirle que lanzara el saco, con los gatos dentro, al río. Comenzamos a gritarle al tiempo que nos agarrábamos a su cuerpo. Pero aquello fue en vano, porque aquel enclenque logró, con inusitada fuerza, lanzar el saco al vacío, que acabaría estrellándose contra las rocas que emergían en la orilla.

Lo miramos con rabia, incluso con lágrimas en los ojos. No lograba entender la actitud de aquel ser despreciable, que se había quedado tan ancho diciendo, con una frialdad espantosa: «Ya hay demasiados gatos en el pueblo».

Impresionados por acto de barbarie, algunos procuramos convertirnos acaso en héroes salvadores, en heroínas, pero desafortunadamente no logramos salvar a ningún animal. Cuando llegamos a la orilla del río pudimos comprobar, con nuestros propios ojos, que algunos habían muerto a resultas del impacto y otros habían desaparecido, los había llevado la corriente del agua.

Regresamos a nuestras casas, todos en silencio, con el alma encogida. No lograba entender por qué la vida de unos animales, que ningún mal habían causado a nadie, se había truncado de repente por la perversa actuación de un borracho cruel, desalmado.

En medio de aquellos pensamientos, vi a la madre de los gatines. Parecía un tigre, con sus manchas blancas, negras y cobrizas, maullando como si estuviera fuera de sí misma. Buscando con desesperación a sus cachorros.

Entonces, comprendí que una madre llorando a sus hijos no tiene raza ni color. Ni especie animal.


Relato del Taller de composición que imparte Manuel Cuenya en la Universidad de León.
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