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La conexión ibérica

José Luis Gavilanes Laso
12/02/2016
 Actualizado a 13/09/2019
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En tiempos en que hay un serio anhelo de desconexión catalana y como consecuencia un posible trío de Estados soberanos en la península, la idea en cambio de un Estado único entre España y Portugal ha tenido sus pros y sus contras, de encuentros y desencuentros a lo largo de la Historia, pero alcanzó su máxima proyección, de modo más retórico que efectivo, en el siglo XIX. Esta tendencia centrípeta iberista tenía como principales objetivos superar las rivalidades congénitas y transformar dos países débiles, atrasados y a punto de ser humillados respectivamente por Gran Bretaña (1870, ultimátum en el control del centro de África) y Estados Unidos (1898, Cuba), en pos de uno grande y poderoso capaz de actuar en la política mundial y recuperar el prestigio perdido. El ‘iberismo’, o nacionalismo ibérico, no llegó a cuajar por ninguna de las vías que se proyectaron: la monarquía y el republicanismo unitario o federal. Tal vez el momento más propicio para la unión ibérica fue el intento desde el gobierno de Madrid –auspiciado por Prim y su agente en Lisboa Ángel Fernández de los Ríos– de entronizar en España, antes que a Amadeo de Saboya, a Fernando de Coburgo, padre del rey portugués don Luis I, tras el destronamiento en España de Isabel II, en 1868. La fusión ibérica parecía inminente en 1869, a juzgar por los siguientes versos de Ventura Ruiz Aguilera: «Dicen que va con España a casarse Portugal, si mucho vale la novia no vale poco el galán (…) Bello fruto de estas bodas Iberia al orbe a de dar envidia por su grandeza y por sus virtudes, más. ¡Cuándo ese día, cuándo vendrá! ¿Quién no lo ansía? ¡Quién lo verá! (…) Ese gran día. No faltará.»

Pero la realidad de las fuerzas centrífugas iberófobas portuguesas pudieron más que el deseo del poeta salmantino. Un nutrido grupo de intelectuales de ambos países, bien como agentes del nacionalismo ibérico, bien pensando que era etapa previa y necesaria para llegar a él, o bien desprovistos de toda intencionalidad política, intentaron un acercamiento aduanero, comercial, cultural, etc., más estrecho entre las dos naciones. Fruto de ello fue la aparición de algunos órganos de revista, libros y asociaciones. Entre sus principales manifestaciones cabe citar, hacia mitad de siglo, entre otros, a Juan Valera, Latino Coelho, Sinibaldo de Más, Lopes Mendonça y Caldeira, dando luz a la Revista Peninsular. El propio Valera, diplomático en Lisboa y Brasil, colaboró entre 1861 y 1863 en la publicación de la Revista Ibérica. En 1871, Antero de Quental, fuertemente impresionado por la revolución española de 1868, pronunció una famosa conferencia, más tarde publicada, con el título de Causas da decadência dos povos peninsulares nos últimos três séculos, en la que, después de analizar el pasado, se mostraba partidario del ibérico empalme político. Otro hito, la Historia da Civilização Ibérica (1879), de Joaquim Pedro de Oliveira Martins, que alcanzó enorme popularidad en España, es libro en el que no hay un pronunciamiento declaradamente unionista, aunque en él se diga que «España y Portugal representan en el mundo un solo e igual pensamiento y una sola y soberana acción». Martins coincidía con Antero sobre los caracteres de la decadencia ibérica, proponiendo para su regeneración la necesidad urgente de fomentar la ciencia y la industrialización, sin menoscabo de las identidades nacionales. El astorgano Pío Gullón, ministro con Sagasta, escribió La fusión ibérica, con argumentos un tanto reduccionistas y ofensivos para los portugueses. A don Pío le llevaban los demonios que la península italiana, todo un revoltijo de Estados se fundiese en uno y, en cambio, en la península ibérica no fuésemos capaces de fundir dos en uno solo. Su interés por Portugal, indujo a Rafael María de Labra, senador en representación de la Sociedad Económica de Amigos del País de León, a publicar en 1889 Portugal contemporáneo, compendio de conferencias que constituyen un apasionado alegato de fe iberista cuando ésta ya se encontraba en franco declive. Y, por último, cerrando la corriente iberista del XIX, Francisco y Hermenegildo Giner de los Ríos, republicanos y krausistas, recogieron en su libro Portugal (¿1890?) las impresiones de un viaje al país vecino, en cuyas páginas inculpan a los reyes la escisión de la península en dos Estados, esperando que la anglofobia reinante en Portugal, debido al ultimátum británico de 1870, condujese a un mayor hermanamiento con España.

Sin embargo, entre la clase conservadora portuguesa, el iberismo de portugueses no sólo no se tenía en estima, sino que se veía como un síntoma antipatriótico; y el de los españoles, con sospecha y recelo. Con el advenimiento de la República portuguesa en 1910, hubo en España un brote reaccionario y conspirador por parte de individuos pertenecientes a grupos tradicionalistas, monárquicos y conservadores para derribar al nuevo régimen. Por detrás de este brote palpitaba la vieja aspiración irredentista española incansable en la búsqueda de pretextos para intervenir en Portugal. Finalizada la Gran Guerra, el fracaso de una intentona monárquica en Portugal condujo a sus principales responsables a refugiarse en España. Entre ellos estaba António Sardinha, para quien el iberismo era cosa de masones y liberales. Convencido de que la unión política no acarrearía más que enfrentamientos y violencias, Sardinha proponía un hispanismo limitado a la unión de aspectos morales y espirituales, pero también opuesto a la hispanofobia ancestral y pedagógica: «La tara más grave del patriotismo portugués parece constituir como condición básica de nuestra independencia un odio fundamental, un odio viejo, un odio irracional hacia España». Durante la dictadura de Primo de Rivera se evitó del lado español inmiscuirse en los asuntos internos portugueses; y a su caída, republicanos como Marcelino Domingo o socialistas como Luis Araquistain defendieron la unión ibérica. En 1931, los regímenes de los dos Estados ibéricos se homogeneizaron republicanos en teoría, pero no en la práctica. En Portugal, el Estado Novo de Oliveira Salazar se reveló en dictadura disfrazada de democracia; en tanto que en España la Segunda República nace amenazada de muerte desde el primer momento por la oligarquía terrateniente y eclesiástica y la presión del extremismo revolucionario. Oliveira Salazar no cesaba en denunciar las pretensiones federalistas ibéricas del recién inaugurado régimen democrático español, asociando cualquier brote de iberismo a sentimiento antipatriótico y acusándolo de factor disgregador de la sociedad al igual que el anarquismo y el comunismo. La victoria de las derechas de 1935 en España significó una efímera mejoría de las relaciones entre los dos gobiernos. Pero la subsiguiente victoria en España del Frente Popular en las elecciones de 1936 reavivó los recelos gubernamentales portugueses. La imparcialidad lusitana ante el conflicto armado que estalló inmediatamente en España, fue sólo teórica, porque en la práctica el gobierno salazarista brindó a los sublevados todo tipo de apoyo logístico, humano y material: «España y Portugal –proclamaba Salazar en un discurso el 22 de mayo de 1939– son dos naciones vecinas, irreductiblemente independientes y fraternalmente solidarias»; se refería, claro es, a la España nacional, no a la republicana. Sin embargo, ello no supuso, terminado el conflicto, ningún compromiso iberista. Distanciaban al doctor de Coimbra y a su excelencia superlativa de El Pardo sus respectivos perfiles personales, culturales y políticos, la exaltación nacionalista de sus regímenes y los diferentes compromisos internacionales. El Tratado de Amistad y No-Agresión, firmado entre España y Portugal en marzo de 1939, fue un acuerdo de garantías que no eliminaba los sempiternos recelos portugueses, contestados de parte española por una indiferencia cada vez más creciente. La patente nacionalista de los dos regímenes tenía su reflejo, por ejemplo, en los libros de enseñanza, en los que cada país se atribuye la paternidad de Viriato, no sólo elevando monumentalmente su figura en la plaza pública de las presuntas localidades de origen, Zamora y Viseu, sino inmortalizándolo como prototipo de la raza. La clausura de las dictaduras franquista y salazarista casi simultáneamente en la década de los 70, ha llevado a los dos naciones a una cierta estabilidad democrática bajo modelos institucionales diferentes y a un futuro imprevisible. 
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