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La ciudad que nunca se mira en el espejo

27/10/2019
 Actualizado a 27/10/2019
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Noto que me estoy empezando a despertar. El negro se va poco a poco diluyendo, pero aprieto fuerte los párpados para intentar retenerlo. Quiero seguir durmiendo, no pensar, perderme en otro laberinto del inconsciente, aunque sea el mismo que tanto me costó encontrar anoche, pero a lo lejos suena una campanilla que se va acercando. Tengo mucho calor, sudo, así que creo que estoy en la playa, tumbado al sol, acabando una dulce siesta. Saboreo el salitre en los labios, el viento de Levante cubriéndome de arena, trayendo comentarios lejanos, llevándose todo lo que sobra. Estiro el brazo buscándola y la toco. Le arde la piel. Casi llego a sentir la pesada digestión de un arroz con choco, el abuso del alioli, el digestónico de después, la boca pastosa de la traca final. La campanilla se sigue acercando, como un ronquido celestial, como si anunciara la llegada de una procesión de ángeles, y me puedo imaginar la silueta casi redonda del vendedor de pasteles, «zuzos» que dice él, arrastrando su carrito y su barriga entre las toallas y las sombrillas. No se me ocurre nada mejor para un despertar. Es justo el motivo que necesitaba para incorporarme. Salivo deseando el dulce. Ojalá pudiera detener este momento, conseguir que todos los sueños terminasen así. Sin embargo, la campanilla se acerca tanto que de pronto se hace estridente y empiezo a temer que esté más dormido de lo que imaginaba, lejos de la playa, en mitad de cualquier semana, a medio invierno. Me da miedo despertarme y darme cuenta de que vivo en la ciudad que nunca se mira en el espejo. En vano intento rebobinar el sueño. Deseo con todas mis fuerzas que la campanilla sea la del pastelero, intento diferenciar su reclamo a voces de «café calentito, hielo fresquito, mojito», pero al final, por mucho que intento mandarlo al limbo, termino reconociendo el sonido del puto despertador. Dejo de apretar los párpados y compruebo que el negro se mantiene profundo, que no estallarán la luz ni las olas cuando abra los ojos. Nunca hubo campanilla ni toallas ni sombrillas ni pasteles ni Levante ni arena. Estiro el brazo buscándola y sólo queda su rastro. Otro madrugón. Amanece un día plomizo en la capital de provincia más envejecida de España. Como es lógico, no hay atascos a la entrada de los colegios, aunque la gente se altera por poco: una fila de tres coches ya genera ofendidos de primera hora. Las envidias, los silencios, los complejos provincianos empiezan a circular por las calles, a condensar la cápsula. A veces parece que es como vivir dentro de un tuperware. A veces llueve mala baba. Aquí nadie ha levantado la voz al saber que en ninguna otra ciudad de este país hay tantos viejos y tan pocos niños. Será que nadie le puede echar la culpa a nadie. Supongo que es normal, claro, que los viejos bastante hacen con protestar por sus pensiones (siguen dando ejemplo) y que los niños aún no saben que un día se tendrán que ir de aquí en busca de empleo. En realidad, lo peor no es que haya muchos mayores y pocos jóvenes, sino que a los mayores ya no se les escucha y los jóvenes pierden sus valores a tal velocidad que llegas a dudar si algún día los tuvieron. Para el resto de los leoneses, saber que ésta es la capital más envejecida de España será únicamente otro palo más, la enésima mala noticia con la que amanecen. Como los datos del paro.Como la tasa de actividad. Como la caída de las exportaciones. Como la pérdida de población. Como las listas de espera para operarse. Como la falta de industria. Como las promesas electorales que no valen nada. Como el olvido. Aquí cada vez hay más sitio, pero empieza a no caber ya tanta resignación.
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