La ciudad de León como espacio literario

José María Merino, Luis Mateo Díez y Juan Pedro Aparicio son los primeros autores de una serie en la que se recomendarán libros con León como escenario

Raquel de la Varga y Leticia Barrionuevo
04/07/2018
 Actualizado a 19/09/2019
Los libros de Aparicio, Mateo y Merino, tres de los principales nombres de la literatura leonesa, frente a la Catedral de León. | R. DE LA VARGA Y LETICIA BARRIONUEVO
Los libros de Aparicio, Mateo y Merino, tres de los principales nombres de la literatura leonesa, frente a la Catedral de León. | R. DE LA VARGA Y LETICIA BARRIONUEVO
Desde la biblioteca de Filosofía y Letras de la Universidad de León creemos que una institución como la que nos ampara no debería perder nunca su conexión con la vida de la ciudad, por eso queremos recomendaros las obras mil veces reseñadas por la crítica y otras mucho menos conocidas desde el punto vista de nuestra perspectiva puramente lectora, desde el deleite. Porque cuando el conde Lucanor le pedía consejos a Patronio él le contaba una historia, creemos que aconsejar un libro es como regalar unas gafas nuevas con las que ver el mundo.

Al abordar la ciudad de León como espacio literario —aunque hubo otros antes y después— ha sido imposible no pensar en José María Merino, Luis Mateo Díez y Juan Pedro Aparicio de forma inmediata. A Merino nunca le ha hecho falta imaginar un León ficticio y tergiversado, ya que él mismo ha declarado que le bastó con describir la ciudad tal y como es. Y sin embargo, desde las descripciones de un León realista en los Cuentos del reino secreto (1982), nuestro viejo Reino de León es al mismo tiempo un espacio lleno de prodigios. En él descubrimos cómo unos misteriosos seres sobrenaturales pusieron en jaque al cabildo leonés tras el incendio de la catedral; vemos a un vampiro paseando por Papalaguinda y allí nos sentamos a contemplar la ciudad desde el templete de la música; Acompañamos a un niño a entrar por la pantalla del cine Mary y conocemos el secreto de cómo el mismísimo pellejero Genarín convenció al gobernador civil en la recién estrenada transición para volver a instaurar la celebración de su entierro. Y por supuesto, vivimos el León más aciago de la posguerra gracias a la mirada de los muchachos que viajan en el tiempo a través de uno de los portales de la ya célebre casona de Padre Isla, actual sede de la Cámara de Comercio.

Tampoco hace falta ir hasta las luminosas ciudades norteamericanas de los años 20 si lo que nos gusta es una buena trama policíaca, porque la Ley Seca originó un maravilloso caldo de cultivo para crear estas historias, pero aquí también tenemos lo nuestro. El León de los años 50 es el escenario que utiliza Luis Mateo Díez para desarrollar la historia de un crimen y su resolución en su primera novela, Las estaciones provinciales. Tiene todo lo que debe tener una buena novela policíaca... pero a nuestra manera, gracias a la idiosincrasia local. Los personajes pasean a diario por la Rúa, la plaza de las Cortes y la otrora avenida del Generalísimo y se toman su ginebra en el Nacional, el Victoria o cualquier garito con solera del Barrio Húmedo de los que aún quedan, como el Benito o La Gitana. Pero no olvidemos que una trama policíaca va siempre ligada a la denuncia de la injusticia y la corrupción, aunque estas no cambien cuando se resuelve el crimen. Eso sí, qué gusto da creer por un momento que acompañaremos a nuestro protagonista a hacer de ese León una ciudad mejor.

Ahora imagine la plaza de Santo Domingo tal y como era en los 60. El mismísimo centro de la ciudad, ligeramente diferente y ajardinado. Imagine a un tipo que fuera a lanzarse en paracaídas desde el edificio más alto. Es tan sencillo como abrir El año del francés (1986), una de las tantas obras de Juan Pedro Aparicio en las que la ciudad de León es marco y protagonista. Déjese cautivar por sus primeras páginas, deje que le enganche y le lleve directamente allí, a la plaza y a las calles que ya conoce y que ve a diario para cambiar la forma en la que las ve. De fondo, el Teatro Emperador. Los viandantes se echan las manos a la cabeza temiendo por la vida del temerario joven francés que salta en paracaídas desde la cima de cada edificio más alto de las ciudades del noroeste de España que visita. Y desde nuestra catedral. Deje que cada uno le cuente la historia del paracaidista intrépido y de la ciudad desde su propia perspectiva, con sus luces y sus muchas sombras, de cómo no ha cambiado tanto en siglos; deje que la emoción le lleve el corazón a la garganta mientras se acompaña al valiente paracaidista acerca al abismo, y que al salir de nuevo a la calle la ciudad no vuelva a parecerle la misma.
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