La catedral, símbolo cabalístico de perfección

Frente al edificio gótico de la catedral de León Christ Halff revela el simbolismo del relato de su escritor Enrique Gil

Rubén G. Robles
04/09/2020
 Actualizado a 04/09/2020
catedral-novela-04-09-20-web.gif
catedral-novela-04-09-20-web.gif
Jean Louis no pudo evitar la emoción de quien va a asistir a una revelación sobre una parte terrible de la historia de la humanidad.                                                                    –Su nombre aparece en algunos cuadernos de la Thule Gesellschaft.
–Aún es pronto para el final, déjeme tiempo –Christ llevó al copa a los labios.
–No –le respondió.

Una sombra débil, creciendo entre la luz y la oscuridad atravesaba, bajo el sombrero, el rostro del compositor, que parecía más luctuoso que nunca.
–Alce un poco la vista, fíjese bien en lo que tiene frente a usted. Este punto de la ciudad servía de encuentro de las dos principales vías del campamento militar romano que descansa bajo nuestros pies –dijo el compositor como bajo los efectos de cierta hipnosis y desviándose de la explicación que esperaba Jean Louis.
–En este punto se cruzan todas las historias, todos los viajes. No es casual haber elegido este lugar, ¿no cree? No me negará que las vistas de la catedral son espectaculares.

El edificio aparecía mermado en su belleza por las restauraciones, que le habían aportado la imagen de haberse sometido a la excesiva sustitución de piedras por piedras de otra calidad. Sin embargo, su presencia se imponía en la insularidad del hueco de la plaza en que se había construido, más aún cuando desde el interior las luces proyectadas sobre las vidrieras convertían el edificio en un relicario de cristal refulgente. En la noche aparecía como un joyero en piedra señalando los fuegos  preciosos de un paraíso prometido, pero deshabitado.
–El tiempo ha carcomido las piedras, ha roído las molduras, ha deteriorado los arcos, la arquitectura, convirtiéndola en una vieja osamenta, apenas sostenida por la constancia de las restauraciones. Sin embargo, aún queda algo, permanece la esencia, pues la arquitectura es lenguaje portador de ideas, de weltanschauung , de visión cosmogónica, o lo que es lo mismo, transmite ideología, la de la época en que se ha construido. Aunque ahora tan solo nos parezca por fuera la guarida de un monstruo, malicioso y de leyenda… pero fenomenal.

Respiraba ahora con enorme dificultad, como si hubiera envejecido repentinamente y estuviera muy enfermo.
–En sus mejores días este maravilloso edificio representó una forma de entender el universo, señor Lecomte. Aquellos hombres aspiraban a crear una ciudad del cielo en la tierra –continuó el compositor con su monólogo intentando recuperar la atención de Jean Louis.
–La catedral era una máquina para trasladar a los hombres desde la materia al mundo de lo inmaterial, para elevarles, a través de la transformación de la luz, con ayuda de la música y de la altura del edificio, a una idea de mundo más perfecto.

Jean Louis no podía evitar el prestar atención a un discurso que se había vuelto interesante.
–En medio de ese espectáculo los fieles conseguían elevar su cuerpo a través de la mirada. Ese edificio, señor Lecomte, era un espacio donde reducir lo corpóreo, un instrumento con el que  poder ver con más nitidez la realidad que habita nuestro interior, apenas tangible, incorpórea y ligera de lo que llevamos dentro, las sustancias, las emociones, todo cuanto no obedece a lo conocido, lo que llamamos alma, el aire, el éter con que llenamos el cuerpo, la palabra en el interior de la ampolla, la vasija de cristal. Y usted también lo tiene. Incluso yo, a pesar de la horrible imagen que tiene de mí, a pesar de ser ese ser abyecto, como usted mismo dice -de nuevo hizo una pausa y contemplaba dispersos los restos de la fiesta.

Jean Louis apuró los restos de la copa de vino.
–Nuestra mística talmúdica aspiraba a acercar al hombre a dios y hacerlo a través de la arquitectura, por eso, cuando el criptojudaísmo se transformó en masonería, elegimos la imagen de dios como arquitecto para manifestarse, como un demiurgo ordenador del mundo a través de las leyes de la arquitectura. El criptojudaísmo fue capaz, entonces, a través de la masonería, de conseguir los mayores logros, una de las más bellas expresiones del arte producidas por el hombre, la catedral, un instrumento que convierte al hombre en una pieza etérea y musical, como un tubo metálico al que el aire y la luz pueden hacer vibrar.

Consiguió que Jean Louis recuperara, al menos, el asombro, abriendo los ojos como quien reconoce a un místico, o a un loco. Iba lleno su discurso de incomprensibles y estentóreas descripciones inconexas, como falto de relación con lo que le rodeaba, desprovisto de entendimiento. Jean Louis volvía a acercarse a la copa para evitar cualquier señal, cualquier gesto, que definiera su mezcla de sentimientos: asombro, odio, lástima.

Pareció volver en sí, los ojos se habían vuelto como hacia el interior, como si estuviese mirándose por dentro, fijos, olvidados de lo que atravesaba la calle. Miró hacia uno y otro lado y pareció volver en sí.
–Nos separan unos siete metros de la ciudad antigua –señaló al suelo-. Pero aún respiramos los excrementos de la historia que han quedado atrapados bajo la actual.

Hizo una pausa y contempló la belleza indiscutible y clara del edificio que al haberse apagado las luces tan solo se iluminaba desde el interior.
–Nuestra sociedad está condenada a vivir sobre esos excrementos del pasado señor Lecomte.

El profesor francés siguió escuchando. No entendía que viniera de labios de un ser tan horrible, alguien a quien comparaba con aquel ser maligno, extraído de la oscuridad cristalina y transparente de aquella botella del relato de su escritor.

Estaba muy cerca de conocer la verdad, el punto donde todas las historias se cruzaban y tendrían sentido. Tan solo necesitaba esperar y escuchar a aquel hombre. Sabía que no tardaría en desvelar todo cuanto sabía.
–En Boston, en Srinagar,  en Hong Kong, en Villafranca, cada lugar y cada historia era un sefirot que le debía conducir al keter, a la corona de Heinrich, el décimo sefirot.

El compositor se detuvo.
–Todo ha sido fruto de mi capacidad para la escritura, eran historias necesarias para formar el árbol del conocimiento, el árbol sefirótico con el fruto de la verdad. Usted llevará la corona de Heinrich.
–¿Quiere decir que sobre mí se ha hecho real la historia, la ficción?
–Se ha hecho real la palabra que iba en el interior de aquella ampolla de cristal, de aquel relato, el aleph, el sefirot, se ha hecho real al pronunciarla. Y ahora le corresponde a usted escribir para los demás y ayudar a los otros también a escribir, la escritura de vivir. De ese modo usted iniciará el fin del mundo tal y como lo conocemos aunque sin la violencia con la que nosotros lo propusimos en aquellos momentos de la IIª Guerra Mundial.

El compositor contemplaba con ensimismamiento la sombra del edificio de la catedral. Como si volviera de un viaje larguísimo que le produjera enorme fatiga, el viejo compositor continuó con su charla.
–El mundo entero se encuentra hoy disfrazado y yo, en cambio, le voy a quitar la venda de los ojos. Sí, señor Lecomte, se la voy a quitar para que pueda ver el mundo tal cual es, voy a desenmascarar este mundo, su arquitectura, la osamenta de un mundo terrible que yo no he creado, recuérdelo al juzgarme. Que yo no he creado aunque haya ayudado a los demás a ver y entender.

Alzó el bastón sobre el que apoyaba sus manos y lo colocó sobre la mesa. Sobre su cabeza se posaba un sombrero blanquísimo, un Fedora con una cinta negra. Se quitó el sombrero y con sus dedos afilados se acarició los laterales de la cabeza.
–En cada ocasión en que se acercó al conocimiento una sombra le ha amenazado. Eran pruebas de valor, tenía que saber si usted era quien yo creía que era, la persona en quien depositar todo este conocimiento. Y con el valor suficiente para no temer lo que iba a saber y a sucederle después.

Se desanudó el pañuelo que llevaba al cuello y con él se secó un sudor de la frente. Se limpió también el cuello, paseó con lentitud el pañuelo en un movimiento rotativo y lo observó con atención, sus colores, parecía ensimismado, observando otro mundo a través de aquel objeto. Tal vez fuera un sudor frío e invisible, interior, con algo de maligno en un hombre que Jean Louis juzgaba deforme y enfermo.
–Usted cree que existen personas que pueden y que de hecho alteran el curso de la historia, ¿verdad? pero no es cierto. Usted cree que un solo hombre fue capaz de armar todo aquel escenario que llevó a la locura del holocausto de la IIª Guerra Mundial.
–Pero su relato empujaría a quien lo escuchara y supiera interpretarlo, a provocar las causas necesarias y los adecuados efectos.
–Es cierto, ese relato de la botella de cristal con el genio dentro había sido la historia utilizada para que todas las fuerzas judeo-masónicas se dieran cita y se pusieran en marcha, era el inicio, aquella ampolla de  cristal, aquel relato, contenía en su interior la palabra secreta, el aleph, el primer sefirot, el miedo era la palabra. Pero yo no conté aquella historia, mi misión fue escucharla y hacerla escuchar.
–Y al transmitirla hacerse realidad ¿Y no le parece suficiente para considerarse a sí mismo como causa?
–Se puede pensar de otro modo señor Lecomte. He dejado discurrir libremente el devenir natural de los acontecimientos, sin intervenir para interrumpirlo. Tan solo me he dedicado a dar satisfacción a los intereses de aquellos que camuflan sus intereses particulares con los intereses comunes.  Políticos, juristas, hombres de religión  y militares que utilizan recursos humanos y materiales de una nación en su favor mientras dicen estar favoreciendo los intereses generales de la patria. Hay en ese grupo personajes del mundo de la economía, de la justicia, de la política, de las fuerzas armadas, personajes con responsabilidad pública que favorecen con sus decisiones que determinados grupos financieros accedan a los recursos y bienes comunes y los utilicen según sus necesidades e intereses, así de sencillo, sin más.
–Y usted, trabajando para ellos, era uno de ellos, ¿no es cierto?
–La historia del genio maligno que es liberado del recipiente de cristal no es obra de mi genio, no son mis palabras, son de su escritor, el objetivo de aquel relato era iniciar el fin del mundo como obra técnica, como obra de arte necesaria. Traería una nueva formulación de cómo entender las relaciones humanas. Se trataba de construir un fin del mundo que trajera como resultado un territorio para Israel, una patria para el pueblo hebreo.


En la entrega de mañana Christ Halff nos revelará su papel en la financiación de la Thule Gesellschaft.
Lo más leído