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La casa de las golondrinas

05/08/2019
 Actualizado a 18/09/2019
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Son muchos los leoneses en el exilio que conservan en buen estado la casa de sus padres en el pueblo, a la que regresan de vez en cuando. Casi todas fueron levantadas cuando eran niños, y aún recuerdan el esfuerzo de hacer adobes, o de buscar cantos rodados en el río, aunque solo fuera arreando la pareja de las vacas que tiraban del carro. Y es a esas casas a las que regresan cada año a comienzos del verano, cargados de nostalgia, de hijos y de nietos, y dispuestos a transmitir a otras generaciones aquella sensación imperecedera de beatitud que de entonces les ha quedado.

El cronista ha descubierto que, a ese placer del regreso, hay una posibilidad de aumentarlo y es volviendo antes que nadie y encontrando la casa llena de silencio y, tal vez de pájaros. No hay más que dejar una ventana abierta y despojada de uno de sus cristales. El bullicio de los pajarillos que comienzan a tirarse desde el nido en un intento de volar y salir al espacio abierto de los campos recién segados es tal que es capaz de borrar de pronto todas esas tonterías que uno trae en la cabeza: los líos de los políticos peleándose por un sillón muy bien pagado, los disgustos familiares, las noticias de los asesinatos de mujeres a manos de desalmados, las trampas de la edad, una historia que cada cual se empeña en interpretar a su manera y, en fin, la vida misma, que hemos ido complicando tanto.

Pero nada en este mundo comparable como escribir, y soñar, mirando a la ventana que da al huerto en el que el nogal plantado el mismo día del entierro de su padre, y que ahora, con su tronco inabarcable en un abrazo, se ha ido apoderando del espacio, de las tapias y tejados, y luce todo su esplendor en el que se van a cobijar las golondrinas una y otra vez, revoloteando.

Lo describe Luis Mateo Díez en ‘La fuente de la edad’ en el momento que comienzan los Cofrades su enloquecido viaje a la Omañona en busca de la fuente de la juventud: «La luz salpicaba las hojas del nogal gigante, vencía la verde penumbra y llegaba al ventanal del comedor de la casona, con ese brillo de perlas veraniegas que florecen en la escarcha temprana».

Pero, tiene un envés esta belleza: la enorme casa en Valdealcón, abandonada. Todas sus ventanas sin cristales y un tropel de golondrinas que entran y que salen. Es la viva imagen de la inmigración y el abandono, la nítida constancia la desolación del alma vaciada.
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