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La campaña en sus pantallas

08/04/2019
 Actualizado a 18/09/2019
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Uno espera que, ahora que se inicia la verdadera campaña electoral, el cuerpo político (o los aspirantes a él) acometa discursos de mayor enjundia, lejos de este golpearse mediáticamente a través de frases de medio pelo, recordatorios vanos, envíos y recados varios. Hay una especie de surgimiento de la política cocinada vuelta y vuelta, mucho destello pantallero, mucha frase para la galería, dentro de la tendencia a la superficialidad general en la que vivimos. No hay nada optimista en lo que estamos viendo, desde luego, pero ya sabemos cómo anda el patio globalmente hablando. A Trump, en esta edad de grisuras y necedades, le ha bastado con gobernar a golpe de tuit de medianoche, tan guapamente, ahorrándose incómodos filtros, asesores pejigueros, yendo al corazón del votante no siempre muy ilustrado, las cosas como son, pero siempre deseoso de oír lo que quiere escuchar. Hemos vuelto al lado emocional de la política, a las técnicas comerciales, a los tercos argumentarios, y de nuevo triunfa esa querencia por el maniqueísmo, lo bueno y lo malo, lo blanco y lo negro, una puerilidad a prueba de bomba, una estúpida guerra contra la importancia de los matices, lo que parece ser también un mal de la sociedad contemporánea, una muestra de la endeblez, la fragilidad, la gran debilidad del pensamiento.

A poco que uno se mueva entre la maraña de mensajes se dará cuenta de esa simplicidad, pero hay gurús que creen que mejor no complicar la fraseología, mejor decir cuatro cosas fáciles, que imiten (peligrosamente) a las redes sociales o a los mensajes de whatsapp. ¿Será que no podemos ir más allá? ¿Estamos ya atrapados por ese vértigo del lenguaje publicitario, que intenta marcar su producto como algo sin duda diferente, a pesar de que sabemos que nada podrá hacerse ya sin pactos y sin acuerdos? La precampaña se ha estrenado con gran dureza. Los nuevos líderes, todos masculinos, acuden intentando demostrar sus armas, hay un enfrentamiento entre jóvenes, o medio jóvenes, que conocen bien la industria de la comunicación virtual, ya quedan atrás las brigadas que pegaban carteles en la medianoche, sin duda tan románticas. Hoy todo es el dedo y el botón. Vivimos tiempos de dureza, incluso de cierto escarnio, vivimos tiempos en los que el buenismo se considera cosa de blandengues, y en esa línea los mensajes se construyen desde el ánimo irritado e inconfortable del hombre contemporáneo. Mucha amargura se ha visto, mucho mensaje incluso despiadado. Los jóvenes líderes, todos hombres, han optado por ese aire refractario, por ese no querer mezclarse, aunque se mezclen a la postre, por esa defensa del purismo y las esencias, por querer ser más reglamentista que el vecino, olvidando que gobernar es también cosa que tiene que ver con la empatía y la flexibilidad.

Después de representada la gran lucha que se avecina, en una precampaña tan parecida a la campaña, llegan ahora los verdaderos asuntos. Dicen que todos esos asesores, componedores de eslóganes en tardes infinitas, están asustados por el escenario líquido, por la falta de datos creíbles, por la volatilidad de las encuestas, por la dispersión y la fragmentación, algo que odian los analistas del mercado. Para mí es bueno que no sirvan los moldes prefabricados. Pero se subestima al votante en general, no hay más que ver la simpleza de los mensajes, la superficialidad de lo que oímos. Tal vez funcione, pues hoy el mundo se mueve por frases hechas que se hacen virales, por pantallazos, incluso por raras intuiciones. La moda autoritaria que se ha impuesto parece descreer del ciudadano sensible, del que sí daría agua al contrario, del que cree en la mezcla y la diversidad antes que en la lucha a brazo partido por ser más contundente que el vecino. La contundencia está sobrevalorada. Pero la política actual se basa en liderazgos, los partidos han empequeñecido, todo lo fían a las figuras emergentes, y a las que quieren consolidarse como sea, todas esas que pronto ocuparán nuestras pantallas. Quieren asociar los mensajes a los liderazgos individuales, hay otra vez cierta pasión por la figura singular, no digo el salvador, no digo el mesías, aunque a veces también. En cualquier caso, como suelo decir, de salvadores clarividentes y omnipotentes, líbranos señor.

Ese personalismo también produce cierto rechazo, pues no parece que la alta política apueste por la intelectualidad, que está siendo denostada por algunos gurús internacionales. El pensamiento excesivo molesta a algunos. La flojera se nota cada día, pero como mayormente se pretende simplificar, convencer con ideas poco elaboradas, la cosa marcha. De nuevo las pantallas, no la Semana Santa, van a marcar el paso de la campaña. Los españoles vemos mucho la televisión (también los extranjeros), el personal anda atado a los móviles, donde surgen mensajes que florecen con las primeras aguas de abril. Todo es un sinvivir de estallidos verbales. Los líderes, con su porte agraciado, con su juventud dinámica, son bien recibidos en los platós, y los asesores lo saben. Ya no vende el mitin, que es reunión de convencidos, lugar para frases de diseño y para el dulce tremolar de las banderas. Ahora se prefiere la entrevista en plató, ya digo, no en debates (que tal vez los haya, o tal vez no), sino en programas de entretenimiento. Hace tiempo que la televisión incorporó la política al ‘prime time’, ya lo tenemos dicho. Han descubierto el largo morbo del asunto, por encima del famoseo rosa, que cotiza totalmente a la baja. Los líderes rutilantes van con la solución y la clarividencia, se muestran festivos en ‘El hormiguero’, donde se organizan juegos como en la infancia, saltos y cabriolas, bailes también, con dos hormigas preguntando.

Antes no se iba a estas movidas, pero ahora se exige cuota de pantalla. La paradoja es que en estos tiempos duros los políticos acuden a entrevistas humorísticas, aunque no a todas. El humor, sin embargo, me parece imprescindible. Yo no votaría a un líder sin un profundo sentido del humor, ni siquiera para presidente de una comunidad de vecinos. El humor es un síntoma de inteligencia, de empatía, de posibilidad de acuerdos. Y, sin eso, no se puede hacer buena política. Los programas de entretenimiento van a suavizar las aristas de los debates con tertulianos irritados. Iglesias y Sánchez no acudieron a los verdes parterres de Casa Osborne. El encuentro televisivo a la luz del jamoncito no fue posible. Pero la televisión sigue reinando, salvo para los más jóvenes, que casi todo lo aprenden en YouTube.
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