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La camita donde duermo

25/01/2015
 Actualizado a 17/09/2019
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Igual que mi amigo Tacho, que abjura del jazz y del flamenco, tampoco me considero yo aficionado en exceso al espectáculo de dichos oficios, pero así y todo, de vez en cuando escucho con entusiasmo a Camarón (una vez lo vi en Badajoz, sólamente esa vez, entre bambalinas, en situación más que comprometida por el cantaor en el momento de salir a escena), pero, sobre todo, guardo en la memoria ‘Entre dos aguas’, el rasgueo de la guitarra de Paco de Lucía. Era el año 1975. Lo recuerdo porque me habían regalado, cuando yo cumplía el obligatorio año de aprendizaje soldadesco en el Gobierno Militar de León, un tocadiscos y, con él, un par de vinilos, uno de los Beatles y otro el citado, de Paco de Lucía. Soy consciente de que los verdaderos aficionados me darían sopas con ondas y me mostrarían las decenas de artistas flamencos que merecerían ese respeto supremo del que dudo.
De quienes pretendo sacar tajada en este artículo no es precisamente de ellos, sino de quienes atesoran, según qué críticos, la filosofía del sonido, del color, del lenguaje, del movimiento, cualquiera de los que hacen gorgoritos o bailan por bulerías o pintan cualquier cosa y se denominan ellos mismos artistas, es decir, hacen –con el cuerpo, con las cuerdas vocales, con las manos– lo que no consiguen hacer los demás. En la solapilla de la contraportada de su agradecidísimo libro, ‘Manuscrito del alba’, un artista, José Antonio Llamas, deja caer que pertenece al mundo más como ciudadano que como ‘artista’. Yo también, Toño, y eso a pesar de que siempre pensé que lo de considerarme artista desde pequeño era porque no era fácil tocarse la punta de la nariz con la lengua como yo lo hacía, y por eso atribuía ese rango a los pocos que podían lograrlo. Y es que, vamos a ver, quién determina aquí lo que puede considerarse arte y, por tanto, a quiénes podemos considerar artistas: a los que señale la mayoría, está claro. Cualquiera puede imitar, por ejemplo, a Bisbal o a Bustamante, artistas ambos, según consta con toda naturalidad en su currículum radiofónico. ¿Quiere eso decir que a cualquiera que es capaz de ascender hasta la superior tonalidad de los nominados se le puede considerar artista? Entonces, Toño, ¿mi voz?…: nunca tuve oportunidad de demostrártelo, pero tendrías que oír su tono supremo, y es por ello que pido esa categoría exclusiva (otra más) a causa de mi torrente vocinglero para que se me aúpe hasta el podium de los escogidos. Además me comprometo a poner letra apropiada de tangos y boleros con cualquiera de los muchos escritos que tengo preparados.
Convengamos entonces que la pericia de esos dos mozalbetes puede firmarla una inmensa mayoría de cincuenta mil, poco más o menos, y que quince o veinte serían los imitadores de Serrat y Sabina, por ejemplo. El arte, entonces, es así de concreto, y quien se dedica a jugar sin conocimiento con la palabreja es uno más de los cincuenta mil. No, no se preocupen, no voy a ponerme a comparar a esos dos ‘triunfitos’ con Joaquín Sabina o Serrat, tan sólo un breve apunte para que ustedes estén conmigo en que lo que dicen unos y otros, a pesar de su mayoría, no tiene posible parangón, y, si me apuran, ni siquiera sus voces: esa voz rasgada de Sabina vale por todos los gorgoritos que puedan ofrecernos los citados jovenzuelos. Ese subirse a las estrellas que ofrecen los chavalines con grititos para cantar: «andando por el camino, voy buscando mi destino» deja en buen lugar incluso a los más simples cantautores.
Claro que en materia de gustos cada cual tiene el suyo. Y a mí, a qué negarlo, de vez en cuando me sacude el cuerpo un temblor, como un pellizco, pero no sólo cuando escucho cualquier canción de estos ‘viejos’,sino cuando pongo oídos al flamenco y me convierto en uno más de esos cincuenta mil.
Y ya, con objeto de compaginar, si acaso fuera posible, el flamenco y su hondura con el arte del gracejo, termino con la soleá que prologa esta página; tres geniales octosílabos. Me la envió mi hijo y me ha hecho reír a carcajadas, (eso sí, cuando me encontraba a solas, no fuera a ser que alguien diese cuenta de mi ramplonería). Me he puesto a tararearla sin más:La camita donde duermo/ me la tienen hecha polvo/ los que me ponen los cuernos.
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