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La calle opina, juzga y sentencia

13/06/2017
 Actualizado a 19/09/2019
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Qué fácil es enjuiciar y qué difícil debe de ser sentenciar…! No somos realmente conscientes, cuando libremente opinamos, de las dificultades que han de suscitarse para nuestros amigos los jueces cuando sobre su mesa descansa, no sólo un expediente, que además a veces es voluminoso y, a veces arduo y, a veces complejo, sino una decisión que en muchas ocasiones puede cambiar la vida y el destino del enjuiciado.

No pocas son las causas judiciales, que por su marcado carácter sensacionalista y por ende, su gran divulgación pública, es frecuente que se encuentren en boca de todos los ciudadanos, en el bar, en el autobús, en la cola del súper… Y sí, en esos casos, enardecidos por las «verdaderas fuentes del derecho» en nuestro país («leí en Facebook…», «escuche en la tele…», «vi una entrevista…») nos erigimos en verdaderos jueces y, además, no sólo jueces para juzgar al imputado, investigado que se dice ahora, sino que ese enjuiciamiento excede tal frontera y llega incluso a tocar al enjuiciamiento más voraz, que es el que se practica frente al fiscal, a los abogados y, por supuesto, frente al juez.

Apenas hace un año, hemos sido testigos en nuestra ciudad del que podemos considerar el juicio del siglo, una causa no falta de todos los ingredientes necesarios para generar precisamente ese efecto juzgador popular al que antes aludíamos. Aun queriendo ser prudentes en nuestras opiniones, no hay quien no haya emitido su juicio particular ante la participación de unos y otros, ante las pruebas valoradas, ante las preguntas formuladas…

Asimismo, en estas semanas, estamos siendo espectadores de un documental televisivo que se emite a propósito del terrible crimen cometido a la pequeña Asunta y, por si el proceso judicial no hubiera dado de sí lo suficiente para ese enjuiciamiento popular, cuando el proceso ya cuenta con sentencia firme en todas sus instancias, nuevamente entramos a valorar la realidad de los hechos, de las pruebas practicadas, de las no practicadas y un largo etcétera para el que, cómo no, todos estamos facultados gracias a las «verdaderas fuentes del derecho».

Como no podía ser de otra manera, nuestro Estado de Derecho busca y así trata de preservar a través de su regulación de la justicia que, la verdad real sea la meta a perseguir en el proceso, pues ésta coincide con lo acontecido verdaderamente y no con lo que, en ocasiones, las partes presentan como tal. Ahora bien, dicha verdad real ha de obtenerse por medios y de formas lícitas, que razonablemente han de coincidir con lo que la ley autoriza y siempre con escrupuloso respeto a las garantías que, al fin y al cabo, atienden a los derechos fundamentales de la persona.

La Ley de Enjuiciamiento Criminal establece que el tribunal, apreciando, según su conciencia, las pruebas practicadas en el juicio, las razones expuestas por la acusación y la defensa y lo manifestado por los mismos acusados, dictará sentencia. Pero tal aseveración, que parece fácil al leer, no es ni de lejos tan sencilla cuando quien tiene que emitir su resolución se enfrenta al total de los autos que componen el proceso.

Buscar la verdad, o dicho de otro modo, detectar la mentira, no es tan sencillo como puede parecer desde nuestros sillones, y menos aún plasmar la valoración de tal verdad con amparo de las garantías legales reguladas.

Ya desde los orígenes del derecho, se han buscado mecanismos para tratar de obtener la verdad real, o de detectar la mentira en los testimonios. Así, hace 3.000 años, los chinos decidían sobre la honestidad del testigo haciéndole masticar polvos de arroz para, posteriormente, escupirlos. Si el polvo de arroz expulsado estaba seco, quedaba probado que el testigo había mentido. Los antiguos bretones empleaban un procedimiento similar. Hacían mascar al testigo una rebanada de pan seco y queso. Si el testigo lo podía tragar sin problemas era prueba de que decía la verdad. Tras la base de estos procedimientos que hoy pueden parecer anecdóticos y, en todo caso, anacrónicos, residía la misma idea: cuando un testigo mentía, el miedo a ser descubierto provocaba que las glándulas salivares redujeran su actividad. Con la boca reseca era difícil que los polvos de arroz se expulsaran húmedos o que la rebanada de pan seco y queso se pudiera tragar. Se trataba, en definitiva, de obtener un sistema que permitiera al juzgador encontrar la verdad de lo enjuiciado.

Opinar es bueno y necesario, pero hemos de ser más benévolos con los partícipes de los procesos judiciales «televisivos» y, en todo caso recordar que, nos guste o no, un proceso judicial siempre debe de ir amparado por el respeto a las máximas garantías legales que jurídicamente se exigen, algo que en ocasiones puede hacer que un pronunciamiento no se ajuste a nuestro enjuiciamiento particular como ciudadanos, que suele alejarse del sistema garantista de nuestro ordenamiento.

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