24/04/2018
 Actualizado a 14/09/2019
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La caja 198 tiembla al verse por fin acariciada. En ella, los escasos restos de seis fallecidos por un régimen que adelgazaba la dignidad de un país. Desde los años 60 ocupan esa caja con tres cifras, sin nombres para no protagonizar con el llanto de un recuerdo un mal momento. Pero detrás del muro que encierra ese pequeño cubículo en el Valle de los Caídos se quedaron los puños cerrados de otras tantas familias y la rabia, muda, encontrando un hueco por el que salir. Al paso de los años, el Valle sigue engordando su vertiente más obscena, la de enarbolar una ruptura nunca reparada. Esa fractura sí tiene nombre, no como la caja obligada a ser anónima, y sigue viva medio siglo después. Porque los muertos no se callan desde una caja,aunque haya sido fácil hacer oídos sordos a sus gritos hasta ahora. Finalmente ha sido la ley y no la vida la que ha permitido la caricia.Y en ella lo es todo el palpitar de la Asociación para la recuperación de la memoria histórica que nació en el Bierzo con la valentía de escuchar a los muertos. Los 13 de Priaranza derrocaron el silencio. Los cráneos traspasados por una bala que ha dejado en ellos una huella imborrable y las formas exclusivas de los cuerpos embebidos por la tierra tras una descuidada caída empujada por el odio, han hecho que veamos la estampa madrileña como resultado de esa cuneta enlutada en la comarca, a la que hoy no le faltan flores frescas. Con ellas se pretende cerrar una herida, al tiempo que se abre una caja numerada.
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