La cábala, el décimo sefirot, el keter

En su apartamento de rue du Temple, el profesor Lecomte comprenderá la importancia de su descubrimiento

Rubén G. Robles
18/08/2020
 Actualizado a 18/08/2020
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El pueblo alemán, pensaba ahora Jean Louis, desconocía que el objeto de su idolatría, aquel ser terrible y deforme, encarnaba la destrucción, encarnaba el genio encerrado en el cristal de la botella como en el relato de Enrique Gil, un espectro dotado de fuerzas sobrenaturales, en posesión de unas capacidades demoníacas que le permitían persuadir y fascinar a masas e individuos a través de la locuacidad, a través de la palabra secreta, a través del aleph que él llevaba en su interior. El fatal destino del pueblo alemán fue elegir a ese hombre como canciller en una serie de fatídicas circunstancias.

Jean Louis siguió buscando. El propio Von Papen, vicecanciller de Hitler en 1933, llegó a declarar en sus memorias de 1953 que los sentimientos antisemíticos de Hitler y la atmósfera de acusaciones con que estaba impregnado el partido, se remontaban a sus primeros años en que parecía haber sido fuertemente influido por ideas de individuos como von Sebottendorf, el verdadero padre y autor del corpus ideológico de la Thule Gesellschaft. Fue él, el barón, según Von Papen, quien inoculó al Führer los dogmas básicos y antisemíticos del programa del partido nazi, a pesar, según el vicecanciller, de ser conocidas las alianzas ideológicas y financieras con una familia griega de judíos especializados en teosofía y ocultismo, los Termudi de Salónica, lo cual demostraba que aquel odio hacia lo hebreo tenía un origen judío que ya nadie podía negar.

Siguió buscando en la red. Ernst Rhom, capitán del VII ejército tomó bajo su tutela al cabo Hitler. Él fue quien lo contactó con Dietrich Eckard, quién admitió que aquel hombrecillo era el discípulo tan esperado. Y Eckard fue quien llevó a Hitler a la Thule. Un bebedor empedernido, morfinómano y lunático, como definían a Eckard, presumía de haber iniciado a Hitler en la Doctrina Secreta del Arco Real que desarrollaba la Thule, de haber abierto sus centros de visión y de haberle proporcionado los medios para comunicarse con los poderes.

Jean Louis iba de un enlace a otro queriendo encontrar y entender. La Thule Gesellschaft, sociedad secreta cuyos miembros pertenecían en su gran mayoría a la aristocracia alemana, se había instalado en Múnich y había sido el núcleo del Partido Alemán de los Trabajadores, el partido al que se afilió en 1919 un ser frustrado, con bajos instintos, que transformó el partido en el Partido Nacional Socialista Alemán de los Trabajadores. Encontró a su vez algunas citas de Dietrich Eckardt, uno de los más destacados miembros de la sociedad ariosófica. ”Necesitamos a un hombre que encabece el movimiento, un hombre que pueda soportar el sonido de la ametralladora (…) Es necesario que la chusma sienta el miedo en las entrañas (…) No podemos utilizar a un oficial porque las gentes ya no los respetan (…) El hombre más adecuado sería un trabajador que supiera hablar, porque su arma será la palabra”. Hitler encarnaba a la perfección los ideales de Dietrich Eckardt, quien fuera uno de los fundadores destacados de aquella sociedad secreta de la Thule junto a Sebottendorf. Todo parecía ir encajando.

Jean Louis pensó, leyendo todo aquello, que desde el principio, para los miembros de la Sociedad de la Thule, el Führer, era sin duda, el ser terrible que habitaba el interior de la ampolla de cristal, el personaje a medida para hacer crecer la desgracia. Europa, después, permitió el ascenso de Hitler, porque al principio fue considerado como quien iba a salvar a todos los europeos de la amenaza del comunismo ruso. Y unió en torno a su figura mesiánica a todos los antisemitas europeos, incluso a algunos judíos, poco realistas y menos conscientes, sobre cuáles serían sus medios y sus fines. A partir de este momento fue cuando comenzaron a actuar las fuerzas que habían enfrentado durante siglos en suelo europeo a sefardíes y ashkenazíes, el criptojudaísmo sefardí, materialista, saduceo y aristocrático que dio origen a la Kabalah Nevuit procedente de la Europa meridional, con el judaísmo espiritualista fariseo de la Kabalah Hashemot procedente de los judíos conversos de la Europa oriental.

En la tranquilidad y organización de su pequeño despacho el profesor de la Sorbona se veía como el instrumento académico de la Organización. Pensaba que le habían utilizado para establecer la relación entre el capital judío procedente de Grecia, gracias a la financiación de la Thule por parte de los Termudi, y el origen y desarrollo del Nazismo. Pensaba también que era un instrumento, no sabía para qué uso, en manos de la Organización y que le habían ido empujando hacia la adquisición de todos aquellos conocimientos y no sabía muy bien para qué habría de ser.

Los Ashkenazíes, pensaba ahora el profesor francés, los judíos conversos de Europa Central y Oriental, repartidos en Alsacia, Alemania y Bohemia habían conseguido su objetivo de poner en la silla de la cancillería a quien sería capaz de llevar a efecto sus ideales, la destrucción del mundo, volver al primer sefirot, al primer peldaño del árbol de la vida para la cábala y con él ascender por el árbol sefirótico hasta alcanzar el kéter, la corona, el décimo sefirot. Y de la corona, de la sabiduría, surgirían, según la cábala: la inteligencia, la clemencia, el rigor, la armonía y la victoria y en medio de esta rueda sefirótica, se encontraría el corazón de Dios en cuyo centro reside la belleza. Pero para alcanzarla era necesario el caos, por ello, rompieron la ampolla de cristal para liberar a aquel ser encarnación del mal.

Comenzó a buscar entonces en el ordenador más datos sobre la familia judía de los Termudi en Salónica. Comenzaron a aparecer páginas sobre Las raíces ocultas del Nazismo, La Germanenorden Walvater del Santo Grial, El talismán de los Rosacruces, La presencia judía en el ascenso del Nazismo, sobre Amanecer Dorado, Arco Real y las conexiones griegas con el Partido Nazi. Iba dejando que se abrieran las ventanas de cada una de las páginas.

Comprendió que había sido conducido, por todos cuantos había conocido en los meses siguientes a su regreso de España, hacia el punto en el que ahora mismo se encontraba. Él era un profesor sin un proyecto de investigación desde hacía unos años, con conocimientos en varios idiomas, no demasiado conocido, con más sombras que luces en el mundo académico por la escasa repercusión de sus estudios y sin un prestigio que destruir. Sin embargo, posiblemente, con la ambición suficiente para cambiar esa situación. Pensaba que tal vez le hubieran elegido por todas esas circunstancias personales, o tal vez se equivocaba al pensar así.

Pensó en los detalles del descubrimiento que acababa de realizar en la Biblioteca de Saint-Jacques. La clave eran aquellos nombres, los nombres de quienes habían financiado las actividades del partido de Hitler y que le habían permitido alcanzar el poder. Las conexiones con la teosofía y las sociedades secretas le resultaban curiosidades difíciles de encajar y de escasa relevancia si lo comparaba con el hecho de que había capital hebreo entre quienes financiaron el ascenso al poder del nazismo y sobre todo, que la figura del Führer había dado respuesta a las expectativas de destruir el mundo de los judíos conversos, de los Ashkenazíes de la Europa Oriental. Pero lo más inquietante había sido encontrar el nombre de Christ Halff allí.

En la pantalla aparecieron también otros detalles “la combinación de odio, racismo, resentimiento, y locura incipiente romperá el cristal…” (…) «Seguid a Hitler, él bailará como el derviche, la danza de las esferas, de los diez sefirots, pero yo he compuesto la música. Le hemos dado los medios de comunicarlos… No me lloréis: yo habré influido en la Historia más que ningún alemán… pues él abrirá la botella, él portará la corona y cruzará la esfera de sefirots con los que regresará el aleph». Eran las palabras de Eckard antes de morir. Jean Louis cerró la pantalla del ordenador. Parecía como si aquella profecía le estuviera desvelando la verdadera naturaleza del ser abyecto que ocupaba el interior de la botella de cristal en el relato que él pensaba era obra de Enrique Gil y Carrasco, su escritor. Y que ese ser, habitante de aquella esfera corrompida y utilizada a modo de oráculo, había sido el Führer, Adolf Hitler, el canciller alemán. Y él se preguntaba qué relación tenía el relato de Enrique Gil y Carrasco con el Millerismo del fin del mundo y un nazismo financiado por los judíos ashkenazíes de la Europa Oriental.

Capítulo XI
Neuilly-sur-Seine
París
Francia


Eran aún las ocho y media de una mañana espléndida cuando amaneció en el alfoz de París. Hermann no había desayunado, no acostumbraba a hacerlo antes de ir a pasear. Salió a caminar con su perrita Sophie, un bulldog francés. Acompañaba a su dueño hasta el Tabac Presse Celtique del 221 de la Avenue Charles de Gaulle, situado frente al edificio del Ayuntamiento de Neuilly. Allí compraba el periódico, tomaba un café y llevaba alguna glotonería galante a su esposa Melanie Morelle, secretaria del alcalde de Neuilly hasta poco antes de la llegada de Sarko, el Petit Nicolás, al exclusivo Ayuntamiento de Neuilly sur Seine.
–¿Dónde está mi dinero? –le preguntó Lavigne.

Apenas había salido del Tabac y Hermann luchaba con la correa de Sophie mientras colocaba el periódico bajo el brazo y una deliciosa baguette. Ni siquiera giró la cabeza y continuó en dirección hacia el exclusivo barrio de los elitistas suburbios de la maravillosa ciudad de París. Louis Lavigne acomodó el paso al del hombre con su perrita y se colocó a la altura de un imperturbable Hermann.
–¿No le parece suficiente lo que le hemos entregado? –dijo sin mirarle.
–Es la mitad de lo acordado –respondió Lavigne.
–Y siendo la mitad es más que suficiente.
–¿Me quiere hacer creer que no me entendió en La Paix?

El hombre siguió paseando despreocupado, con su perrita, atendiendo a sus paradas a olisquear los arbustos en los parques, los bancos y las farolas de las elegantes calles.
–Escúcheme señor Hermann. Yo he cumplido. Quiero mi dinero –sonó amenazador al decirlo.

En el fondo, Louis Lavigne sabía que había sido un error trabajar en Francia. Sabía que había demasiada gente a quien no conocía y con la que no era conveniente ni enfrentarse, ni trabajar.
–Quienes le contrataron consideraron que esa cantidad es suficiente.
–Ese no fue el precio que acordamos Monsieur Feder.
–Nigeria le ha proporcionado numerosos beneficios Lavigne.

El soldado de fortuna se había detenido, aún no había demasiados transeúntes que pudieran preocuparse de la escena en la calle y lo que fuera a suceder.
–No creo que necesite trabajar durante una temporada con lo que le hemos pagado. Además, no le conviene…
–Pensé que era un hombre de palabra.
–Mire... –se detuvo y le miró a la cara-, su nombre y su aspecto han dejado muchas huellas, demasiados cadáveres, pero era de esperar en un hombre del clan de Gabón.

Hermann continuó caminando. Lavigne hizo como si no hubiese escuchado lo que le había dicho.
–No sé quién es ese tipo por el que se están tomando tantas molestias, pero si desean que continúe con vida y cumpla con la misión que le han asignado tendrán que pagarme la cantidad que me han prometido. ¿Me ha entendido?

Sophie olisqueaba a otro perro mientras miraba por encontrar el camino hacia el Boulevard Maurice Barres. En ningún caso Hermann parecía mostrar interés por los negocios que le proponía su inesperado acompañante.
–No es difícil de entender. Si yo trabajo, yo cobro -insistió Lavigne.
–Ya lo ha hecho –le recordó Hermann.
–La mitad de los billetes eran falsos.
–Intente colocarlos.

Quizás, pensaba Lavigne, estaba tensando demasiado las cuerdas. Veía, en la inalterable actitud de Hermann, quizás, una señal de su fortaleza y medios. Hermann se detuvo, su perrita Sophie le miró esperando la indicación para atravesar la calle. Hermann aprovechó aquel descanso para hablar con aquel acompañante al que nadie había invitado a pasear.
–¿Acaso cree que le han pagado por lo de Nigeria otras empresas diferentes a las nuestras? –le preguntó. Sonó contundente aunque sin que llegara a ser una reprobación. Ni siquiera se detuvo al decirlo.

Lavigne no dijo nada.
–Considere que con lo de África se le ha pagado este trabajo también.

Feder miró a uno y otro lado de la calle. Avanzó para cruzar cuando el semáforo se puso en verde. Sophie seguía con sus pasos graciosos, con la cabeza alta y las orejas tiesas, pisoteando soberbia con sus patas de pequeño cuadrúpedo, las calles elegantes de Neuilly-sur-Seine.


En la entrega de mañana sabremos más sobre quién es el mercenario Louis Lavigne y lo que hizo en Nigeria.
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