11/06/2020
 Actualizado a 11/06/2020
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En realidad lo que menos importa del cocodrilo del Pisuerga es si hay un cocodrilo en el Pisuerga. De dos o casi tres metros, agazapado entre los juncos o tomando el sol en la orilla, agresivo depredador o asustadizo curioso en aguas extrañas. El turista del Nilo, el único visitante extranjero en tiempos de pandemia, es la esperanza de la realidad perdida donde sucedían cosas en los lugares donde nunca pasa nada. El cocodrilo, exista o no, es parte de la memoria colectiva de una sociedad ansiosa de volver a generar recuerdos que nos alejen de las mascarillas, los hospitales y los cementerios. Una amenaza con rostro y mandíbulas, con la fealdad de la bestia primitiva que hace saltar los resortes innatos del miedo, de la que hay que huir como las gacelas en los documentales de La 2, es estímulo para una España sumida en la monotonía de la desescalada y angustia de la crispación. Un riesgo visible ante tanta muerte invisible.

Decía mi padre el otro día, con esa sabiduría espontánea que dan los años y que deja caer sentencias con la misma naturalidad que saludos, que a las familias que hemos logrado esquivar la enfermedad la covid-19 nos está robando meses de recuerdos. La rutina solitaria del confinamiento aplazó los cumpleaños, los viajes, las excursiones y las anécdotas. Engulló todo aquello que merece un hueco en la memoria cuando la niebla del tiempo borre lo cotidiano. Nadie recuerda los días cualquiera. Este 2020 nos ha privado de casi todo y se amontona bajo una bruma uniforme y espesa de temor enjaulado.

El cocodrilo del Pisuerga es el primer recuerdo pospandemia. No sabemos si habita el río pero sí los memes, una canción y hasta camisetas. Es un deseo, otra leyenda en el bestiario. No importa si acaba convertido en nutria. Escribió Ovidio que «la esperanza hace que el náufrago agite sus brazos en medio de las aguas aunque no vea tierra por ningún lado». Hay que seguir la búsqueda.

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