24/05/2020
 Actualizado a 24/05/2020
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El obligado confinamiento pandémico como prisión atenuada, salvo algunos imprudentes desmandados, no ha supuesto problema. El personal comprendió que esto del covid-19 no era un Rey Mago venido de Oriente cargado de presentes, sino una epifanía sorda de un coronado ángel exterminador. En un santiamén miles de contagiados y centenares de muertos. Y vivos cagados de miedo agotando el papel higiénico de los supermercados. Pánico en las calles mudas y vacías, como transitadas por un espíritu maléfico. Solo el canto alegre de las aves y el circular de ambulancias y coches de policía.

Pero, llegados a la cúspide pandémica, había que bajar con cuidado, como tener que abrir una puerta herméticamente cerrada, poco a poco, palmo a palmo. Porque la vida se impone a cualquier otra instancia, incluso por encima del dinero. Por lo menos parecía y parece lo más sensato. Pero como económica y socialmente estamos en sistema ultracapitalista, de todos queremos más y más y mucho más, inmediatamente han surgido las presiones de quienes ven sus negocios abocados a la ruina. Como cabía esperar, los que gobiernan comienzan a recibir presiones cada vez más fuertes a medida que se esfuman los ingresos. La pasta se impone a la salud. Craso error. Y entramos en la regla de tres: los ricachones no quieren pasar a ricos, lo ricos no quieren pasar a pobres y estos últimos, aunque sea solidariamente auxiliada, a la miseria. Vemos todo ello reflejado en la Comunidad de Madrid. Uno se queda perplejo oyendo decir con irresponsabilidad supina: «Si tenemos un rebrote, abrimos de nuevo Ifema y adiós y santas pascuas». Bonito. Y alimentamos a los nuevos encamados con bocadillos de calamares, óptimo remedio para las calamidades, y todos a cantar ‘Volver a empezar’. Y, además, amenzando: «O el Gobierno abre la puerta de par en par o armamos la marimorena».

Si este país ya estaba dividido drásticamente en izquierdas y derechas, ahora la división, más que ideológica, es «odiológica» entre «neocomunistas» y «neopatriotas». Tomando la bandera en exclusiva y al toque de cacharros, la «opresión» desaforada contra el Gobierno parece más empeñada en que las cosas empeoren para derribarlo, que obedecer las medidas impuestas recomendadas por los expertos sanitarios. Y al grito sagrado de «libertad» por los acólitos de quienes nos la estuvieron vedando con crueldad durante cuarenta años. Claro es que en todos los países democráticos existe un Gobierno y una oposición. Pero en España, salvo alguna excepción, la controversia se resuelve por la tremenda, con la mayor virulencia, nunca mejor dicho.

Tres años después de terminar nuestra última guerra civil, Carlton J. H. Hayes, vino a España como embajador de EE.UU, de 1942 a 1945. Percibió de inmediato la extremosidad compulsiva hispánica que reflejó en su libro ‘Misión de guerra en España’ (Epesa, Madrid, 1946). En él advierte que si, por lo general, es una virtud el extremo individualismo de los españoles, sin embargo. en cuestiones políticas resulta, en realidad, un vicio. Según Hayes, los españoles no podemos ni queremos pensar igual que los demás, ni obrar nunca de acuerdo. Cada uno de nosotros está convencido de que tiene razón, que se cree con derecho a ser intolerable en la disidencia. No optamos ni comprendemos los términos medios: o moros o cristianos, católicos o ateos, fachas o rojos, conmigo o contra mí. Mierda a la tercera España.

Somos gentes dadas, pues, a los extremos. Y dentro de los extremos tampoco somos totalmente homogéneos. ¿Volveremos una vez más a las andadas?
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