La bicicleta del cura

Por Saturnino Alonso Requejo

Saturnino Alonso Requejo
07/09/2022
 Actualizado a 07/09/2022
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Ocurrió esta historia mucho después del Diluvio Universal, cuando el Papa Pablo VI había publicado ya su valiente Encíclica POPULORUM PROGRESSIO (‘El Desarrollo de los Pueblos’). Que andaba ya, la Encíclica digo, por los caminos del mundo, escandalizando a las izquierdas con su defensa de la "Propiedad Privada", y cabreado a las derechas con su mensaje acerca de la «dimensión social» de todos los bienes: un freno al liberalismo salvaje.

Una encíclica durísima y clarividente, en la que se hacían afirmaciones de gran calibre, como estas: «La tierra ha sido dada para todo el mundo y no solamente para los ricos». Y hablaba de la necesidad de modernizar la economía. Y advertía que sin justicia social no es posible la paz entre todos los pueblos, que ya estaban al borde de la violencia por culpa de las sangrantes desigualdades. (Dicha violencia de los pueblos ya ha explotado en nuestros días). Y citaba la RERUM NOVARUM, de León XIII, de 1892, que decía: « El consentimiento de las partes, si están en condiciones demasiado desiguales, no basta para garantizar la justicia del contrato».

Jamás un grupo social, un gobierno, o un organismo internacional ha sido capaz de hacer un diagnóstico tan lúcido de la situación del mundo, ni una planificación tan certera de los remedios necesarios para sacar al hombre de su abismo, como lo hace esta Encíclica de Pablo VI, llena de realismo, sabiduría y defensa arriesgada de los más desfavorecidos.
Veo que se me han ido las cabras demasiado lejos. Dejemos este asunto aquí mismo.

Fue entonces cuando miles de españoles hicieron el hatillo y, ¡hala!: a Francia, Suiza, Alemania... a buscar trabajo, con una muda en el maletón de madera y un queso de cabra para el camino.

Que los pueblos se quedaron sin mozos, las mujeres sin maridos y los niños sin un padre cercano que les hiciera una carraca por Semana Santa, una peonza de brezo o una chifla (jilba) de salguera para engañar la soledad de las primaveras. En fin, que no quedaban en los pueblos más pantalones que los del cura, si es que los llevaba debajo de la sotana raída. Así era que, a falta de brazos, había que echar mano del cura para cualquier menester o necesidad: para buscar al médico, para ir a la botica, para hacer leña a una viuda, y así. Verdaderamente el cura era un todo terreno, que, a falta de hombres, hasta hacía de alcalde en todas aquellas pedanías desamparadas.

Sucedió lo que ando contando en ‘la raya’: no sé si en la parte de allá o en la parte de acá, pero en ‘la raya’, con aquellos pueblines colgados de las peñas como manada de rebecos acosados.

Lo chocante del caso era que no había mes del año que no se celebrara un bautizo en alguna de aquellas aldeas tan apartadas. Se diría que, a falta de padres, aparecían los rapacines por generación espontánea, como los gamones. ¿ A ver si no, con los hombres emigrados!

Es el caso que empezó a secretearse por ‘la raya’ que en tal y tal sitio había salido una moza preñada. Y que todos los rapacines nacidos últimamente eran de curas: el mismo pelo rizo y encarnado (que allí dicen relente); los mismos labios carnosos; idénticos ojos saltones; el lunar en la mejilla derecha; el hoyuelo inconfundible en la barbilla..., y así. Y todos iguales unos a otros como huevos da un nial de codorniz. Todos clavados al cura. O sea, ¡que de él!

Pasado algún tiempo, que si hoy va una al médico de la ciudad; y mañana, que si acude otro a la capital por culpa de un papeleo; y la muchacha que se marcha a servir, con el recado en la barriga; y el mocito que regresa al cuartel, terminados los permisos de la mili; y el alcalde que va a rendir cuentas al Gobernador que le había puesto a dedo; y la devota que, con motivo de no sé qué compras en la Sede Episcopal, le lleva al Prelado un pollo de corral y unos dulces caseros... En resumidas cuentas, que los dimes y diretes llegan a los oídos canónicos del Ordinario. Que siempre la Jerarquía tuvo orejas muy largas.

Viendo su Excelencia que las habladurías no eran de unos pocos, determinó conocer los hechos sobre el terreno y de primera mano. Así es que se armó de valor, y marchó a hablar con el cura, haciendo el último tramo a lomos de una mula torda y mandible a la que su amo llamaba Ventisca.

Mientras Monseñor apuraba la jícara de chocolate con picatostes, y chupeteaba el cigarro puro, el curita fue soltando lastre. Que confesó y no negó; y admitió, grosso modo, los cargos que se le imputaban. Y hasta acudió al Arcipreste de Hita, en descargo propio, con esta cita del Libro de Buen Amor:

"E yo, poque so ame, como otro, pecador, ove de las mujeres a veces grandamor: probar ame las cosas non es por ende peor, e saber bien e mal, e usar lo mejor".

Luego de unas reconvenciones de formulario, el recuerdo del voto de castidad, y las amenazas del Concilio de Tranto sobre aquel asunto, el Prelado metió la cabeza entre las manos anilladas y se quedó callado como un pozo.
El cura ya no sabía qué hacer con sus manos. Y le sudaban los sobacos como a quien acaba de descargar un carro de leña, o está sentado ante el mismo Juicio Final. Que esperaba el destierro, o una penitencia gruesa.
Cuando su Excelencia salió de aquella meditación larguísima, como de hurmiento en la masera, dijo al cura:
– ¡Señor Cura!: entiendo su soledad moceril, su desamparo en estos valles apartados. Entiendo el ardor de su juventud. Comprendo su soledad, sin un compañero a mano al que confesar sus inquietudes. Conozco su disponibilidad y servicios humanitarios a las gentes de aquí. Comprendo sus andanzas, y hasta las disculpo, dada la debilidad humana y las apetencias que señala el Arcipreste de Hita cuando dice:

"Como dice Aristótiles, cosa es verdadera, el mundo por dos cosas trabaja; la primera por aver mantenencia; la otra cosa era por aver juntamiento con fenbra placentera".

Pero lo que no me cabe en la cabeza, añadió el Obispo, es que sean tantos niños, tan seguidos y en lugares tan apartados entre sí. No entiendo de dónde saca usted el tiempo. Por lo demás, habida cuenta de que, según la Escolástica, "Actio in distans repugnat" (la acción a distancia no es posible), no entiendo cómo se las apaña usted.
Fue entonces cuando el cura agachó la cabeza hasta las rodillas y dijo:

– ¡Excelencia, es que tengo bicicleta!
El Obispo respiró profundo, se sacudió la ceniza del cigarro que se le había caído en el regazo, y exclamó:
– ¡Alabado sea el Señor! ¡Me quita usted un peso de encima. Pensé que se trataba de alguna organización remunerada!
– ¡Por lo menos, no nos faltarán monaguillos!
Y, a lomos de la mula Ventisca, desapareció vereda abajo.
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