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La belleza de lo simple

19/05/2022
 Actualizado a 19/05/2022
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No le gustaba que le llamaran mago y tampoco que dijeran que hacía trucos. Él se definía como ilusionista (no conozco palabra más bonita) y tenía razón porque René Lavand fue a priori todo lo que no podía ser un mago. Manco, extemadamente culto y empeñado en hacerlo siempre más lento. Así su baraja de naipes entrenaba a contracorriente. Mientras el resto de cartas de magos aprendían la velocidad del engaño los naipes de Lavand ensayaban pausados creando una expectación distinta y el mismo final de sorpresa que redibuja tu cara de niño no importe la edad que tengas. Un mago de cartas manco debería ser así como un futbolista cojo y, sin embargo, el argentino autodidacta construyó ilusiones desde ese lugar tan incierto como poderoso que hace a cualquier hombre invencible: el afán de superación.

Topé el otro día con René Lavand por casualidad en Internet y descubrí que además supo vencer al tiempo. Lavand en los vídeos de los sesenta era un Fred Astaire con bigote de Tom Selleck y un brazo a lo Putin. Y a inicios del siglo XXI un Sean Connery de Tandil, envejecido cual vino, sin que las décadas le hubieran sumado naftalina. En este último espectáculo René utilizaba tan solo una taza de café y tres bolas de papel. Bueno, eso y las pausas y las palabras. Metía dos bolas en la taza, se guardaba una y siempre volvían a caer tres al volcarla. Y con este truco tan sencillo desbordaba casi siete minutos de televisión explicando «la belleza de lo simple» como moraleja de su magia. Creo en los magos que además de fascinar enseñan cosas y la biografía de Lavand fue toda una lección cada vez más necesaria. La belleza de lo simple que logra imposibles y la vida lenta como reivindicación del maltratado presente, a pesar de ser el único lugar que habitamos con certeza. El día que lo quiso conocer David Copperfield, su antítesis mágica, se sintió alagado. «Él viaja con miles de dólares en materiales y yo con cinco, lo que cuesta una baraja».
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