La agricultura del conocimiento

Florencio Rodríguez Crespo
17/06/2021
 Actualizado a 17/06/2021
No es lo mismo subirse a un tren que ser atropellado por un tren. Y lo digo, porquela ‘Agricultura del Siglo XXI’, o ‘Agricultura post-revolución verde’, cada vez se parece más a un tren a punto de atropellarnos, pero al que aún podríamos estar a tiempo de subirnos para viajar en él cómodamente… si nuestros dirigentes tuvieran la visión de prestar un poquito de atención al tema y se fijasen algo más en lo que está sucediendo con la agricultura de la Unión Europea, en lugar de mirarse tanto al ombligo, mientras se ocupan en calentar los sillones y preparar la próxima campaña propagandística, hueca de todo contenido.

Esta agricultura del siglo XXI, a la que algunos llaman más acertadamente la «Agricultura del conocimiento», es la heredera de la conocida como ‘Revolución verde’, gestada en la segunda mitad del Siglo XX, y que no es otra cosa que la versión agraria de la Revolución Industrial. Sus principios se basan en la búsqueda de la elevación de los Rendimientos de la producción ‘a toda costa’, con la utilización de insumos masivos (abonos minerales, pesticidas, maquinaria cada vez más sofisticada, derroche de agua, etc.), sin tener en cuenta, para nada, los riesgos que esto conlleva, es decir, sin detenerse a considerar las consecuencias que este modelo productivo pudiera acarrear para un futuro.

Como factores a favor de esta ‘Revolución verde’ destaca el más importante de todos: gracias a ella se ha ido eliminando progresivamente el hambre del mundo. Es decir, con una población de casi 8.000 millones de personas en el planeta –se estima que en el año 2.050 la población humana alcanzará los 9.000 millones de habitantes–, con lo cual, la necesidad de incrementar la producción de alimentos, resulta más que evidente y necesaria.

Sin embargo, se han detectado consecuencias nocivas, en este modelo productivo, que acarrean ciertos peligros, siendo el más importante de ellos el de la degradación ambiental, dentro de la cual podemos destacar el aceleramiento del cambio climático (que va mucho más allá de la subida del nivel del mar en los 10 cm famosos, pues provoca desastres –como sequías, inundaciones, granizadas, incendios, etc.– que llegan a afectar, por zonas, a más del 60 % de los cultivos, y al que la agricultura contribuye –tal y como señalan los técnicos, aunque a mí me parece una barbaridad–, con un 35 % del total de las emisiones contaminantes), la degradación de suelos –lo que implica un bajón sensible de las cosechas, con el empobrecimiento paulatino de las zonas afectadas– y la afección de las masas de agua –fundamentalmente por causa de la contaminación nitrogenada y los pesticidas–.

Pero también hay otras consecuencias perniciosas menos llamativas, aunque no menos importantes, como por ejemplo la erosión genética (con la pérdida constante de un material genético precioso, por la que el autor, y en el caso de los frutales de pepita, clama en el desierto de esta provincia) y el aumento de la desigualdad entre las naciones ricas y las pobres (aún más marcada bajo la deriva de determinados regímenes políticos, más ocupados en definir su identidad política que en afrontar los avatares previstos para un futuro. El efecto más marcado lo observamos con claridad en algunas Naciones de América Latina, pero también se observa con nitidez en muchos países de África, y hasta en alguna región Europea).

No obstante, la respuesta a este desafío, siempre difícil de conjugar, parece ser que viene de la mano del conocimiento, que está generando una serie de herramientas que, por sí solas, poco parecen aportar, pero que combinadas entre sí incrementan notablemente sus efectos para configurar un nuevo modelo productivo. De modo que la investigación ya no es la única fuente de innovación, dado que, en esta sociedad de la información inmediata, la aplicación del conocimiento adquirido pasa a ser fundamental para la obtención de unos resultados mucho más satisfactorios.

Este pasar de la investigación pura –y realizada principalmente en las universidades– a la aplicación ‘a pie de parcela’ está provocando un desplazamiento del conocimiento, lo que se traduce en un incremento de la investigación privada en detrimento de la pública, lo que propicia la aparición de la propiedad industrial de materiales fitogenéticos (‘Club de bienes’, como las frutas que se producen y comercializan bajo la ‘Fórmula Club’), y viene a gestar una agricultura más biológica –con la sustitución progresiva de los insecticidas y fungicidas por el control biológico de plagas y enfermedades– y más natural –más precisa y controlable–, aunque también más ligada a la transgenia.

Para que nos entendamos todos: la empresa privada paga la investigación, pero patenta los resultados y luego cobra por utilizar el fruto de sus investigaciones. En semillas y frutales, utiliza la mejora genética –a veces con modificaciones genéticas, que, después de la aparición exitosa de las vacunas contra esta pandemia infame, ya miraremos con mucho menor recelo–, y luego cobra por este material hasta recuperar las inversiones… con unos suculentos beneficios añadidos.

El Informe de la FAO de 2004 ya alude a ese desplazamiento de la Revolución verde –afianzada por la Investigación pública y caracterizada por una fuerte transferencia de tecnologías y germoplasmas–, hacia lo que llamaba una Segunda Revolución verde, o también denominada ‘Revolución Tecnológica’, que viene a sustentarse en tres pilares fundamentales: La mejora genética (no sólo en rendimientos, sino también en resistencia a plagas y enfermedades y la menor exigencia de consumos y labores) bajo parámetros de propiedad intelectual, el incremento de la racionalidad tecnológica (para reducir el consumo de insumos contaminantes) y la mejora de las tecnologías de gestión.

De modo que, de la mano de la Biotecnología y las nuevas herramientas digitales, se propicia la aparición de una agricultura más ‘sustentable’, es decir, más racional –menos despilfarradora de recursos– y más equilibrada–con menos efectos perniciosos a largo plazo–.

En una provincia como la nuestra, con escasos recursos y poca tradición investigadora –por ser indulgente–, ese subirse al tren de la modernidad (si es que de verdad se pretende ayudar a la gente de León y detener el éxodo poblacional, para no caer –aún más de lo que ya estamos– en las garras de las voraces multinacionales), puede hacerse de dos maneras diferentes: o bien apoyados por las instituciones que sí que tienen recursos (como la Diputación, o la Junta de Castilla y León –no sabemos muy bien lo de los diferentes Ministerios, si es que algún día son capaces de dejar de mirar para ese difunto que es la Minería y se deciden a prestar un poco de atención al otro moribundo que es la agricultura–), o desde la óptica del Asociacionismo/Cooperativismo.

Pero, desde mi propia experiencia personal, en ambos casos viene a ser lo mismo: la creación de buenos equipos de trabajo, bajo un fuerte y capaz liderazgo –pues de otra manera hay más posibilidad de fracaso– y con una base sólida que lo sustente, para posibilitar así la creación de unas estructuras (ya sean productivas, comercializadoras, de servicios, etc.) que mejoren lo preexistente y permitan adaptarse más rápidamente a las exigencias de los nuevos tiempos.

Por todo ello, vuelvo a insistir nuevamente en la necesidad de planificar el futuro agrario con un poquito más de atención y esmero, no vayamos a ser tan Quijotes como aquel canario que, atrapado entre dos railes de la vía, y ante la inminencia de la llegada del tren, hinchó el pecho para exclamar resignado: «Bueno, pues si tiene que descarrilar…, pues que descarrile».

Florencio Rodríguez Crespo es ingeniero agrónomo
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