"La abuela tenía películas de cine mudo en Albares, así empezó todo"

El director de cine Chema Sarmiento recibe el próximo día 24 la Espiga de honor de la Seminci de Valladolid, en un acto en el que también se proyectará una copia restaurada de su película ‘El filandón’. Unos días antes repasa su trayectoria en el cine

César Combarros / Ical
17/10/2022
 Actualizado a 17/10/2022
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Han pasado más de cuarenta años desde que un estudiante de cine leonés afincado en París, de nombre Chema Sarmiento (Albares de la Ribera, 1951), sorprendiera a propios y extraños con su debut en el cine. ‘Los montes’ (1981), su práctica final de carrera en el IDHEC, se erigió como un deslumbrante ejercicio de estilo donde abordaba con una poética propia cuestiones como la muerte, las tradiciones o la desaparición de un modo de vida que se había perpetuado durante siglos y que estaba condenado a la extinción. Cuatro décadas después, a las puertas de recibir la Espiga de Honor repasa una intensa vida dedicada a su pasión, el cine. También los estrechos lazos que mantiene con su tierra pese a haber hecho la mayor parte de su carrera en Francia.

–¿Es cierto que de niño iba para fraile?
–(Ríe) Sí, y más que de pequeño realmente, porque estudié Filosofía de la Religión e incluso empecé Teología en Salamanca. Yo estaba con los dominicos y me marché de los frailes cuando tuve que hacer los votos perpetuos. En ese momento lo pensé, consulte y decidí marcharme.

–¿Estudió Filosofía (en Santander), Historia del Arte (en Valladolid) y Cine (en París). ¿Qué aprendió en las dos primeras disciplinas que haya podido trasvasar a su oficio como cineasta posteriormente?
–Muchísimo. Por ejemplo, en Historia del Arte, la formación de todo el gusto artístico y un conocimiento profundo de la historia del arte occidental. Y la Filosofía me influyó muchísimo, pero en un momento determinado tuve que decidir poner un freno a lo que me había aportado, porque me percaté de que el pensamiento racional iba en contra de mi imaginación, y concluí que para el cine más necesitaba la imaginación que la Filosofía. Cuando hice las pruebas de entrada en el IDHEC, la escuela de cine, me di cuenta de que debía liberar mi imaginación y no plantearme de las cosas de una forma tan racional.

–Creo que fue a través de su abuela Pepa como tuvo sus primeros contactos con el celuloide.
–En casa de mis abuelos en Albares, mucho antes de que yo naciera, tenían un pequeño café que seguramente era lo único que había en el pueblo. Encima del café había una sala de baile, y allí se reunían los vecinos cuando venía gente con películas de cine de bajo el brazo y una maquinita para proyectarlas. En su casa quedaron un montón de rollos de cine mudo, y mucho tiempo después yo encontré esas películas y le pedí a mi abuela que me regalara una que era la que más interés tenía, que se titulaba ‘Viaje a Tierra Santa’, y que ahora está confiada en depósito en la Filmoteca de Castilla y León. Puede decirse que eso me despertó el interés por el cine en cierto modo, pero al mismo tiempo tengo que reconocer que, como era un niño, en aquel entonces hice grandes desastres con esas películas.

–¿Cuándo comenzó a contemplar la posibilidad de dedicarse al cine?
–Cuando estaba en el colegio veíamos cine todos los domingos y había una pequeña presentación de las películas, y eso fue despertando mi interés como espectador. Después tuve un amigo en Filosofía que era muy cinéfilo, fuimos a ver juntos muchas películas y hacíamos un pequeño cinefórum para comentarlas. Y ya en Valladolid un día la chica con la que salía, Margarita, me dijo: ‘Tú tenías que hacer cine’. Y eso que era casi una broma empecé a pensarlo y llegué a la conclusión de que era cierto, y de que mis ganas de contar cosas se aparentaban más a un camino cinematográfico que literario. Esa idea fue creciendo y un día decidí intentarlo. Tengo que decir que siempre me ha interesado más hacer cine, utilizar el cine para contar cosas, que verlo.

–¿Cómo fue su encuentro con el séptimo arte al otro lado de la cámara?
–El IDHEC era una escuela donde el aprendizaje se basaba sobre todo en la práctica. Apenas teníamos clases teóricas. Preparábamos proyectos desde diferentes responsabilidades, como el sonido, el montaje o la iluminación, y todo eso me fue dando un conocimiento profundo. Aunque lo que más me interesó desde el principio fue la realización, estaba en permanente contacto con los técnicos de cada departamento de una forma muy práctica. No les pedía cosas irrealizables o insensatas, sino que hablábamos y nos entendíamos.

–En ‘Los montes’, su trabajo de final de carrera, narraba la muerte del último hombre de una aldea del Alto Bierzo. Creo que el chispazo original estaba relacionado con su miedo personal a la muerte, que le atormentaba desde que asistió al velatorio de su abuela siendo adolescente.
–Es cierto. Mi abuela murió cuando yo tenía unos 17 años. Yo estaba muy influido por mi ideología cristiana de ver la vida y la muerte, y cuando asistí al velatorio de mi abuela vi que la gente se reía y contaba cosas, y me quedé escandalizado. No supe cómo digerir aquello. Pasado el tiempo me di cuenta de que detrás de eso había una manera de ver la vida y la muerte mucho más acertada y consoladora. En ‘Los montes’ pretendí reflejar eso, una manera desenfadada de ver el fenómeno de la muerte como una forma de retorno a la naturaleza, no como algo desesperado. Yo siempre había tenido mucho miedo a la muerte, desde que me contaron que al nacer estuve a punto de morir, y ‘Los montes’ fue una manera de exorcizar ese miedo.

–Además, la película pone sobre la mesa un tema, el de la despoblación, que no ha hecho sino acentuarse desde entonces, hace ya 42 años.
–Yo no solo contaba la despoblación de un pueblo. Estaba hablando de mucho más: del fin de un modo de civilización, que era la civilización predominantemente agrícola, en provecho de una civilización urbana. Por eso ‘Los montes’ es una película que se puede ver en cualquier parte; en África o en China lo entenderán como una cosa muy cercana, porque el rito de velar a los muertos es típico de ese tipo de civilización. Solo en la actualidad es cuando se procura borrar todo lo que está relacionado a la muerte, como si no quisiéramos tener consciencia de ello. Por otra parte, en cuanto a la despoblación, la historia tiene ciclos diferentes, y no es la primera vez que se produce ese fenómeno de que abandonar los pueblos para que crezcan las ciudades y al revés. En los momentos de caída de los grandes imperios la gente ha salido de las ciudades porque al no existir todo el sustrato administrativo que conlleva la vida en una gran ciudad, la gente tiene que marcharse a vivir a otra parte. O sea que ese canto final de un tipo de civilización no es definitivo, es el final de un ciclo.

–Con esa carta de presentación, en 1984 la incipiente Junta de Castilla y León le apoyó en el rodaje de su primer largo, ‘El filandón’. ¿De dónde surgió la idea del film?
–Después de hacer ‘Los montes’ empecé a trabajar en España como ayudante de dirección y montador en una película, y cuando acabé ese trabajo una noche se me ocurrió la idea del filandón. Desde el principio tuve la intuición de que ese proyecto se iba a hacer.

–¿Qué recuerda del rodaje?
–Es un recuerdo precioso y lo tengo muy presente. Si hubiera hecho 50 películas después, probablemente aquel recuerdo se hubiera ido difuminando, pero como no he hecho muchas películas para el cine, esos recuerdos los tengo muy vivos todavía. Sobre todo ahora, que con motivo del homenaje en Valladolid y de la restauración de la película he podido revivir muchas anécdotas. Todos los escritores que participaron aceptaron inmediatamente sin reticencias ni condiciones; ellos pondrían los relatos pero sería yo quien guionizaría la película. Después, en el rodaje, lo pasamos la mar de bien. Hubo momentos muy bonitos.

–Tras ‘El filandón’ intentó levantar ‘La fábrica de sal’, un proyecto que nunca llegó a ver la luz sobre cómo se vivió el mayo del 68 en un convento español. ¿Qué dificultades encontró?
–Utilizando una expresión de Luis Mateo Díez, ese proyecto lo sigo teniendo ahí, como una piedra en el corazón, y sigo queriendo sacarlo adelante. Voy a seguir luchando por él, e intentaré aprovechar el honor que me brinda la Seminci con la Espiga de Oro para retomarlo. Es un proyecto que corresponde en parte a cosas que yo viví en la época en que yo estudiaba Filosofía, coincidiendo con el mayo del 68 en Francia. En España no hubo mayo del 68, pero estaba pasando algo importantísimo y es que con la llegada del turismo y con la salida económica de los años tan terribles que habíamos vivido, todo estaba empezando a cambiar. Yo y la mayor parte de los compañeros que estábamos estudiando Filosofía Eclesiástica entramos en el seminario siendo niños porque nuestros padres no podían darnos estudios, y veían ahí la posibilidad de tener un bachillerato y acceder a un estatus social diferente. Con el cambio que se estaba produciendo en la sociedad española, fuimos conscientes de que si nos marchábamos del seminario ya no tendríamos que volver a nuestros pueblos detrás del arado. Ese miedo desaparecía. En el guion reutilizo esas ricas vivencias para fabricar una ficción.

–Otro proyecto que no llegó a ver la luz fue su intento de adaptar ‘El año del wolfram’, de Raúl Guerra Garrido, aunque aquella temática la retomó en su documental ‘Wolfram, la montaña negra’ (1996).
–Por una serie de desacuerdos que me resulta muy doloroso recordar ese proyecto tuve que abandonarlo, pero por suerte el documental acabó viendo la luz. Era una historia conocida que me interesaba mucho, hice una nueva investigación detallada con los personajes que habían vivido aquello y presenté el proyecto en Francia en el Instituto Nacional del Audiovisual (INA), que lo cofinanció conmigo para la cadena France 2. Sigue siendo uno de los proyectos que presento muy a menudo con mucha satisfacción. Muchas de las cosas que he hecho en Francia son más para televisión que para cine, y no las he podido presentar en España. Otras eran encargos de instituciones o publicidad, y nunca se han visto en España.

–En 2011 consiguió levantar su segundo largometraje, ‘Viene una chica’, donde adaptaba de forma libre los relatos de ‘Los males menores’, de Luis Mateo Díez. ¿Cómo surgió aquel proyecto ?
–Fue Luis Mateo quien me propuso que hiciéramos algo a partir de ese libro en una visita que hizo a París por una presentación de uno de sus libros. Luego pasó mucho tiempo hasta que salió adelante. Siempre me ha costado mucho que vieran la luz mis proyectos. Yo lo achaco a que al no vivir en España no he conseguido hacerme un sitio dentro del mundo profesional y poca gente del medio me conoce.

–¿Cómo valora la Espiga de Honor?
–No voy a desvelar el pequeño ‘speech’ que diré delante del público para darle las gracias, aunque ya me va rondando la cabeza, pero por supuesto es un honor enorme. Me siento realmente muy agradecido al festival por haber tenido esta iniciativa. Eso me ha dado la idea de que, dentro de dos años, cuando se cumpla el 40 aniversario de la presentación en San Sebastián, las filmotecas de Castilla y León y del País Vasco podrían ponerse de acuerdo y recuperar en un pase especial ‘El filandón ‘ y ‘Tasio’, de Montxo Armendáriz, que también se presentó en aquella edición.
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