23/10/2022
 Actualizado a 23/10/2022
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Soñé esta semana con que se moría Julio Iglesias. Después del lógico disgusto me vino la angustia. «Espero que no emitan aquel especial de televisión». En efecto, hace unos cuantos años –tampoco tantos– me presté a colaborar en un programa sobre él. De alguna forma, había trascendido mi pasión por el intérprete de ‘Manuela’ y me llamaron para hablar de su figura.

El caso es que me planté en un estudio gigantesco de televisión y lo primero que me dijeron es que mi camisa –escogida meticulosamente para la ocasión– hacía moaré o sabe dios qué efecto sobre la pantalla y había que cambiarla. Así que me trajeron un ‘burro’ entero lleno de perchas y allá que me puse otra prenda tres tallas menores de la que me tocaba. Mientras me la embutía me di cuenta de una cosa: lo larguísimas que tenía las uñas. Le di vueltas a estas movidas del cuerpo humano: que después de ‘cascar’ te siguen creciendo los ‘mejillones’ y puede que los de los pies te revienten los zapatos a poco que se entretengan en meterte en el hoyo.

Y ahí estaba yo, pensando en la muerte y en el crecimiento de las uñas mientras hablaba de las composiciones de Manuel Alejandro. Y entonces recordé otra cosa: aquella vez que fui a entrevistar a Julio en su casa de Ojén, en lo alto de las montañas que dominan Marbella. Tuve que esperar un poco, a que terminasen las conexiones vía satélite con Filipinas e Indonesia, los ‘talk shows’ de Tailandia y Kazajistán. El contenido de aquella conversación –precioso; si así lo requieren, les mando el link– fue lo de menos. Lo de más fueron las circunstancias: en un momento dado, una cohorte de chicas bellísimas me preguntó si tenía hambre y me ofrecieron bandejas con paella y otras delicias. Al rato Julio me subió a un carrito de golf y me dio una vuelta por la finca: varias casas, una para los chicos, otra para las chicas, otra para Miranda y él, otra para las gallinas, algunas de ellas cluecas. Todo ello en una conducción de apurar la ‘chicane’ y asomarse al abismo.

Poco después actuó aquí, en el Reino de León, precisamente el día de mi cumpleaños. Y llevé a los padres y a la suegra. Y vi cosas: una pareja que bailaba tango y de cuya mitad femenina Julio despidió con un beso metiéndole la lengua hasta la glotis, al grito de: «Un aplauso para él, el único hombre que deja que Julio Iglesias bese a su mujer». Pero lo mejor fue cuando salieron las coristas, compuestas íntegramente por las chicas que me habían ofrecido viandas en Ojén. Un par de semanas después una ola de incendios carbonizó las montañas de la Costa del Sol, incluido el complejo de viviendas de Julio. Y pensé, efectivamente, en que no somos nada ni nadie. Ni siquiera Julio.
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