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Juan Crisóstomo Torbado

28/09/2018
 Actualizado a 19/09/2019
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Cuando acabé mis estudios y me vine a esta ciudad, donde siempre viví, a ejercer mi profesión, me enteré, nunca antes me había dado cuenta, que había una calle Arquitecto Torbado. Importante tuvo que ser, pensé. Y en verdad lo fue, en el final de la restauración de la catedral y cuando no creo hubiera en León más de cuatro arquitectos.

Debí haber escrito sobre Torbado, mucho antes, y más aún cuando se abrió la exposición que sobre él hay en la Biblioteca Pública, preparada por la Sociedad de Amigos del País y la propia Biblioteca. Pero sería el verano, sería que no fue especialmente anunciada, me he enterado de ella no hace ni una semana y por el comentario de un viejo, más bien antiguo, amigo. Y lo siento, porque, a decir verdad, es, fue, todo un personaje.

Pero nunca es tarde si la dicha es buena, y ahora lo hago, después de dar una vuelta por la exposición. Merecida.

Ya que fue arquitecto, de los de antes, una rara avis, de una época en que, en la gran mayoría de las ciudades que no fueran Madrid, Barcelona y cuatro más, las gentes se referían «al» ingeniero, «al» arquitecto, y casi, casi, «al» médico. No era verdad, había más de uno, pero sí que, como mencioné al inicio, es cierto que eran muy poquitos.

Y tengo que reconocer que la exposición, como tal, me sorprendió. Ni por buena, ni por mala, ni por grande ni por pequeña. Me sorprendió porque, habituado a las muestras retrospectivas de arquitectos, me iba a encontrar planos, maquetas y perspectivas por doquier.

Y había de eso, pero, realmente en minoría.

En realidad me sorprendieron muchas cosas, supongo que porque no me lo esperaba. Había planos, no muchos, porque la exposición refleja más su vida que su profesión. Papeles, cuadros, fotografías, dibujos, pipas, cosas del diario, guardadas por la familia. Supongo.

Y los planos que había, no solo no eran demasiado grandes, sino, en general, realmente pequeños, casi íntimos. Hojas minúsculas, parte de un cuaderno por los taladros laterales que tenían, más pequeñas que media hoja de papel (tomando por papel un DIN A4), con dibujos completos, a pluma, de fachadas de edificios de tres y cuatro plantas, minuciosamente dibujados a plumilla, con verjas, rejería, ventanas… y a color. Un dibujito de no más 10x15 cm. Perfectamente detallado. Y más de uno!

Me pareció imposible tal minuciosidad. Menuda vista y pulso tenía. Así que, instintivamente, cosas que hace uno, recorrí toda la exposición escudriñando todas las fotografías y cuadros en que apareciera, para ver si en alguna aparecía con gafas. Y no. Todas, absolutamente todas, sin gafas (anteojos se llamaban por entonces). Increíble. O es que era muy coqueto, cosa no lo parece, o tenía una vista privilegiada.

Pero es que no solamente hay esos minuciosos dibujos profesionales. También un buen número de reproducciones de partes de retablos, tablas, pinturas, o motivos, pequeños para el conjunto de figuras que reproducían, a plumilla y, claro, coloreadas, aunque, si he de ser sincero, era mucho mejor dibujante que pintor, pues, aun cuando el color aparece en la mayoría de los trabajos expuestos (paisajes rurales, urbanos, arquitectónicos o religiosos), donde se aprecia mejor su capacidad artística en es la parte de pluma. El color, ya sea acuarela, tempera, incluso óleo, no tiene ese nivel. Sí, era más dibujante que pintor, aunque todo vaya unido. Y que conste: yo mismo me considero mucho más dibujante que pintor. Normal.

Tampoco eso es extraño, pues aunque para ingresar en la Escuela de Arquitectura se exige, más bien se exigía por aquellos entonces, un nivel muy alto de dibujo (mis exámenes de fin de curso para aprobar el ingreso duraban 45 días), luego, en el ejercicio profesional, de cien dibujos que se hacen para las obras, noventa y cinco son a lápiz o pluma. Así que la ‘mano’ para dibujar se pierde en cosas, pero no en ese tipo de dibujo.

También me llamó la atención, deformación profesional igualmente, que allí aparece el carnet de colegiado en el Colegio de Arquitectos de León… con el número 1, del año 31, creo.

Aunque esto merece una explicación, porque Torbado no era el único arquitecto en León, aunque sí probablemente el más antiguo en ese momento y por eso se le daría, supongo, el nº 1 cuando se constituyó el Colegio Profesional, aquí y en toda España.

Y no me resisto a contar porqué nacieron los Colegios de Arquitectos.

En aquellas épocas, la mayoría de la construcción se ejecutaba por maestros albañiles con carácter general. Raro era el edificio que se hacía con arquitecto. Y no importaba el volumen. La costumbre venía de antiguo, pues la profesión de arquitecto, como las de ingenieros, aparecieron cuando la sociedad civil, en plena sociedad industrial, empezó a demandar apoyos técnicos que solamente tenían los profesionales del Politécnico del Ejército.

Se crearon las carreras técnicas civiles, pero la construcción seguía su tradición.

Hasta que empezaron a derrumbarse casas y edificios nuevos o en construcción, especialmente en Madrid. Ante tal proliferación de desastres, en 1929 el gobierno de la República ordenó el sector y creó los Colegios de Arquitectos, así como la obligatoriedad de tener titulación para proyectar y dirigir edificios, encomendado al Colegio a controlar y certificar la veracidad del título y su capacitación. Su carnet es del año 31.

Volviendo a Torbado.

Terminada la carrera en Madrid se instaló en León, y, enseguida en las obras de restauración de la catedral, que estaban tocando a su fin, al lado del arquitecto Juan Bautista Lázaro que, entonces, las dirigía.

Y allí siguió, siendo arquitecto diocesano, peleón y contestatario, pues famosa fue su oposición al derribo del edificio de Puerta Obispo, situado entre el fondo de la catedral y el obispado.

Se opuso con toda su artillería, por tierra, mar y aire, haciéndolo constar siempre que pudo y donde pudo, manifestando que finalmente lo derribaba «por orden superior». Y eso consta en uno de los cuadros de la exposición.

La verdad, si bien es cierto que era una de las viejas entradas a la ciudad, no dejaba de ser, también, un elemento añadido, no excesivamente brillante, que se había adosado a la catedral, como otras muchas construcciones, de las que aún quedan adosadas a la vieja muralla, desvirtuando un edificio que había nacido solo y orgulloso.

Pues que quieren que les diga, queridos lectores: bien tirado estuvo, por mucha admiración que tenga a su figura.

En definitiva: vale la pena ver la exposición, recrearse en ella, por lo que representa de reflejo de una época, de una manera de hacer, de una forma de ejercer la profesión con añadidos que van más allá de la pura técnica, siempre más cercana de las bellas artes (es una de la cinco definidas como tales) que de la técnica de ejecución y construcción de edificios, de los que, por cómo se ha desarrollado el sector, no siempre, de hecho pocas veces, estamos orgullosos. Son los tiempos que corren.

Por cierto, si quieres ver la exposición, corre, que el sábado es el último día.
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