Jermoso

El autor de este relato nos lleva de la mano por los Picos de Europa en un viaje inolvidable, que hará disfrutar a quienes gusten del viaje, de las excursiones, y sobre todo de la montaña. Nos hace recordar, en cierto sentido, a Luvina de Rulfo, aunque en este caso ambientado en la bella y atractiva tierra de la provincia de León

Luis de la Torre
11/07/2020
 Actualizado a 11/07/2020
jormoso-11720.jpg
jormoso-11720.jpg
Así que es la primera vez que vas a Jermoso, no te arrepentirás, querrás volver siempre», me dijo aquella chica bajita y sin un gramo de grasa después de mirarme a los ojos, como si buscara en ellos mi interés por la montaña. «De los refugios de los Picos de Europa –continuó la chica– el de Collado Jermoso es el que tiene las vistas más impresionantes, yo también voy para allí, soy Montse, la guardesa del refugio. Supongo que llevarás agua, hasta Jermoso, sin bajar a la Vega, no hallarás ni una sola fuente, allí saliendo de la roca como si la hubiera tocado la varita mágica de un hada surge, cristalina y pura, el agua de Jermoso.

Tenemos tres o cuatro horas de caminata por senderos sacados de un cuento, cuando lleguemos allí ya te habré contado todo sobre Jermoso. A pesar de lo que te pueda decir no hay palabras para describir su belleza.

No hay camino, ni siquiera una senda accesible para caballerías, en muchos tramos el sendero se pierde en la dura roca, donde el paso de los montañeros no deja huella, en los pedreros discurre camuflado, casi imperceptible, cambiante todos los años después de las nevadas. Si no fuera por los pequeños cúmulos de piedras, a los que por aquí llamamos jitos, que florecen como esqueletos de roca, señalando el camino, sería imposible guiarse. No tardarás en comprobarlo, cuando alcancemos el ‘sedo’ caminarás pegando tu cuerpo a la roca, tendrás la sensación de que la tierra desaparece bajo tus pies, de que el profundo abismo a tu izquierda te reclama, es normal, ocurre siempre las primeras veces, no te dejes engañar, camina mirando solo delante de tus pies, no serías el primero que se despeña».

El olor a enebro rastrero se mezclaba con el de regaliz, aspiré todo lo profundo que el esfuerzo de la dura ascensión me permitía. Montse me miró y me dijo que aprovechara, que una vez pasado el collado de Pedavejo no habría más enebro ni regaliz.

«Jermoso es único –continuó– en invierno duerme su letargo bajo cuatro o cinco metros de nieve. Hacia finales de septiembre, o primeros de octubre, caen las primeras nevadas, pero no pierde su embrujo cuando las crestas del Llambrión y la Palanca luchan una y otra vez por emerger sobre las nubes, pesadas y espesas, cargadas de volátiles copos que al atardecer se dejarán caer desde las cumbres lamiendo las paredes de Torre Peñalba, para abandonarse a un plácido sueño sobre la pradera agostada de Collado Jermoso. Solemos cerrar el refugio a finales de octubre, o bien a principios de noviembre, y luego lo abrimos de nuevo en marzo».

Nos detuvimos unos minutos a descansar, me ofrecí a llevar un rato la pesada botella de butano que la fibrosa guardesa llevaba a sus espaldas metida en una mochila.
«A Jermoso no llega nada que no haya estado antes tres o cuatro horas en los hombros de un porteador. Es muy duro llevarlo todo a las espaldas, excepto el agua que te regala la fuente, allí no hay nada, si tienes que pasar la noche al raso ya puedes tener buena ropa de abrigo, no podrás hacer una hoguera, no hay nada que quemar, no hay ni un solo árbol para protegerte del tirano sol veraniego.

Cuando estés allí y un extraño sentir te despierte a medianoche, llegarás a pensar que la mano de un indolente gigante acuna el refugio para llevar al mundo de Morfeo a los huéspedes que en vano esperan la llegada del sueño, no hay tal gigante, es el ulular del viento que se escapa por la riega de Asotín y el argallo de Congosto, huyendo del valle de Valdeón, llevando consigo el olor de la hierba recién segada, del heno que espera su recogida en las praderas que lavan sus pies en las bravas aguas del Cares.

Las mañanas, cuando el viento del oeste deja de morder las rocas, la bruma se asienta a los pies de Jermoso jugando al escondite con las torres del Friero, las Minas de Carbón, el Llaz, las Colladinas. A media mañana, cansada del juego, la bruma se diluye para dar paso a un blanco manto bajo el cual despiertan de su pereza los pueblos de Valdeón.
Nada de todo esto vi la primera vez que vine, no estaba pasando por los mejores días de mi vida, vine porque me trajo mi hermano, él era entonces el guarda, vino aquí, decía, para estar más cerca del cielo, aunque la verdad yo creo que con sus dos metros ya estaba medio metro más cerca que yo, y aquí me tienes, ya son cinco años los que llevo en Jermoso.

Se cena pronto, antes de la puesta del Sol, los comensales se sientan en bancos corridos alrededor de un par de mesas enormes. Poco a poco se va diluyendo la tensión de la atmósfera que rodea a los desconocidos, no se habla de fútbol, ni de política, se habla de la montaña, de la ascensión a tal o cual torre, de la escalada de esta vía o de la otra, se hacen planes para el día siguiente. Los días claros, al atardecer, el primer turno después de cenar asciende por la suave pradera del collado y se encarama a las rocas de Torre Jermosa para ver cómo se esconde el Sol detrás de Torre Santa, se hacen fotos que luego se comentarán delante de un vaso de Cola-Cao.

A la hora de dormir, no es cómodo, ni íntimo, es como si se tratara de acomodar a una familia con muchos niños que tienen que dormir todos juntos. Colchonetas de espuma individuales sobre una tarima de madera son las camas, pegadas unas a otras, y saco de dormir para abrigarse. Por la mañana en el desayuno, sentado en los austeros bancos corridos, miras a hurtadillas a los comensales tratando de ponerle cara al que durante la noche fue tu compañero de cama».

Llegamos a la última de las Colladinas «¡Ahí lo tienes, Jermoso!», me dijo Montse emocionada abriendo los brazos, ofreciéndome las vistas más espectaculares del mejor cuadro de Prado Allende (el pintor de Los Picos). En el centro, rodeada de impresionantes torres de caliza, se halla la pequeña pradera de Collado Jermoso. Dejé descansar mis ojos, que bajaron hasta Valdeón y la Ruta del Cares. Cuando elevé de nuevo la vista, dejé que se perdiera en la lejanía para encontrarme con el Macizo Occidental y, sobresaliendo del mismo, con la bellísima Peña Santa, que es como la escultura de una diosa. Entonces, busqué el refugio que aparece en medio de la pradera como una isla de esperanza emergiendo sobre la espuma de un embravecido océano.

«Eso es Jermoso –me dijo la guardesa– un lugar donde nadie es forastero».
Lo más leído