09/07/2020
 Actualizado a 09/07/2020
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Fernando Simón es como el amigo listo y despistado que todos hemos tenido. Es frágil, como Platero, igual de suave y de dulce, de indefenso y cariñoso. Le hemos visto durante cuatro meses todos los días en la televisión, incluso los quince días que estuvo jodido en casa. Durante todo este tiempo, le hemos adoptado como parte de nuestra familia; pero de la buena, como un amigo y no como un cuñado gorrón y busca-pleitos. Le hemos perdonado todos los bandazos que ha ido dando según pasaban los días, porque sabíamos que no nos engañaba a sabiendas. Sí, es cierto que nos contaba trolas, y algunas muy gordas, pero estábamos convencidos que lo hacía por ignorancia, no por mala fe. Ha dejado frases de todos los colores (tantos como los de la bandera del arco iris) y todas las decía utilizando el mismo tono didáctico de un viejo profesor que sabe que ninguno de sus alumnos le escucha ni le presta la más mínima atención. Yo sigo pensando que nunca intentó engañarnos; o casi nunca, sólo en contadas ocasiones. Como cuando dijo que era de snob ponerse mascarilla, que daba igual llevarla puesta que ir a pelo. Ahí patinó: tenía que haber reconocido que daba igual ponerse mascarilla porque no había suficientes para todos los españoles; que los chinos nos habían tomado el pelo, lo mismo que los turcos y los franceses. En unas circunstancias tan adversas, tan peliagudas, cada uno intenta atender primero a sus compatriotas y, si sobra algo, se lo dan a los demás. En ese momento, Fernando Simón bajó un escalón en el podio de campeones contra el coronavirus.

Luego están los muertos, esos muertos que parece que han escondido debajo de la alfombra del salón de un palacio neoclásico, de un palacio de las afueras, antaño pabellón de caza, donde la nobleza pasaba las tardes pegando tiros contra unos pobres patos indefensos y donde después de la merienda, los duques, los marqueses y los condes follaban con las mujeres de la corte como si no hubiera un mañana. Muy del estilo de Boccaccio, me temo.

Lo peor ha sido el reportaje que el Dominical de El País (¡cuánto daño hizo, hace y hará El País!) publicó el pasado fin de semana. Fernando Simón aparece en él desatado, como si hubiera olvidado que es un médico de gran fama y tronío y se hubiese convertido, de pronto, en el galán de una peli de Almodovar, como si fuese la reencarnación de James Dean, con la moto de gran cilindrada, la chupa de cuero y esos ojos rojos por el viento o por los cubalibres. Y lo que dijo: «¿Qué más da que haya cincuenta mil muertos o veintiocho mil? Un muerto, para los periodistas, es una noticia. Veintiocho mil, una estadística». En realidad, nadie sabe cuántos muertos hemos tenido en España. Muchos, por desgracia. Como nadie sabe los muertos que ha habido en China, en Polonia o en Ceilán. Todos los gobiernos (incluido el nuestro) han manipulado el número de fallecidos. A ningún gobierno le interesa ver a su país en el número uno de los cuarenta principales. Todos nos han engañado, de acuerdo, pero aquí, para nuestro padecimiento neuronal, es que nos toman por idiotas. Un organismo estatal, como el Instituto Nacional de Estadística, dice que la han palmado cuarenta y seis mil personas, lo cual es una barbaridad con uve. Pero Fernando Simón, el actor duro y macarra, el actor que interpreta el papel que le ha escrito el guionista (en este caso el Gobierno) sigue diciendo que no, que «sólo han caído veintiocho mil». El Fernando Simón médico, el primero que apareció en nuestra casa para contarnos, como en la guerra, el parte diario de muertos en esta batalla contra un enemigo invisible, nos habría dicho la verdad, como corresponde a un hombre bueno que se atraganta por culpa de una almendra. Y, si todo falla, el guión dice que debes decir que la culpa de todo la tiene Madrid y esa presidenta tan pizpireta y pinturera. Esa presidenta, Fernando, no es más tonta porque nació antes de tiempo, pero querer hacerla única responsable del caos que hemos tenido en toda España es, cuando menos, grotesco. Tus guionistas, tú mismo, también tenéis parte de culpa, más que nada por la improvisación con la que manejasteis todo el embrollo. Además, es normal que Madrid sea el centro del epicentro de la pandemia. Un día cualquiera, pongamos el 1 de marzo de los corrientes, además de los seis millones de personas que viven en un radio de cincuenta o sesenta kilómetros, andaban por la villa y corte un millón más (población flotante, creo que lo llaman) que habían acudido de cualquier lugar de España o del extranjero. Y así todos los días, hasta el 14. A mi pueblo, Fernando, no viene ni Dios, por lo que, como podrás suponer, no hemos tenido ni un triste caso... hasta ahora. Toquemos madera...
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