18/03/2018
 Actualizado a 11/09/2019
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Tan marchita está la realidad que nuestros esfuerzos, si es que lo son, se dirigen sobre todo a huir de ella no se sabe bien hacia dónde. No es necesario visitar ningún congreso mundial de móviles ni leer severas tesis al respecto para llegar a tal conclusión. Basta mirar en torno para verificar el reinado de lo irreal: gente corriente ensimismada con sus pantallas en el tren, en el bar, en el trabajo, en las calles… sin atender prácticamente a otros estímulos que no provengan de ese espacio vidrioso; gentes jóvenes adocenadas por operaciones de triunfo artificial con las que aliviar el sentimiento de fracaso real que se les tiene más que anunciado; gentes presuntamente estudiadas y acomodadas, a medio camino entre Waterloo, el Soto del Real y el Paseo de Gracia, alimentando paraísos imposibles y órganos de gobierno paralelos; gentes que predican desde el púlpito la llegada del demonio en forma de mujer o que se colocan un lazo morado en la solapa y se declaran feministas a conveniencia, todo ello sin dolor de los pecados ni acto de contrición alguno; gentes de bien que continuarán matando judíos en unos días y brindarán en familia con esa limonada agria de la historia sin mayor inquietud ni zozobra. Ante semejante despliegue, evidentemente incompleto, a nadie le podrá extrañar el éxito fácil de las noticias falsas ni el eco extenso de rumores, bulos y demás patrañas que contaminan aires, mentes y existencias todas: desde el fluido húmedo de aviones convertido en veneno hasta los discursos trumpistas transformados en oráculo del bien y del mal. Antiguamente, así hacía mi padre al menos, la verdad incontestable era lo que se decía en el bar, donde, de lo malo malo, existía tertulia. Hoy, en cambio, lo absoluto procede de la Interné, que no necesita contraste ni comprobación y que sólo viene, por lo general, a confirmar nuestros previos juicios. No importa su grado de subjetividad o rigor. Pero nada de todo eso nos saldrá gratis: lo pagaremos con bitcoins, por supuesto.
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