30/01/2018
 Actualizado a 18/09/2019
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Un día vi un grupo de niños, diez en total, que correteaban por una plaza. Con ellos había un señor con pinta de ser su maestro y le dije: «¿Sois de algún colegio?» A lo que me respondió: «Son mis hijos». Acto seguido se me ocurrió preguntarle. «¿Y cómo haces para mantenerlos a todos?». Sin pensárselo dos veces me respondió: «Me los mantiene Jesucristo». No tuve la menor duda de que me lo decía en serio y, además le creí. Estoy plenamente convencido de que cuando las familias son generosas y confían totalmente en Dios los niños viene con un pan bajo el brazo. Podría poner infinidad de ejemplos actuales, aunque algunos no lo crean. Más bien suele ocurrir que cuando una mujer queda embarazada muchos, empezando por la propia familia, suelen darle el pésame, como si fuese peor que una defunción.

Desde luego que me sobran razones para ensalzar la generosidad de las familias. Mi padre era el más pequeño de once hermanos y mi madre la más pequeña de trece. Y ciertamente no podría escribir este artículo si mis abuelos hubieran tenido la mentalidad antinatalista actual. Así mismo considero enriquecedor haber tenido tantos tíos, del mismo modo que pienso que la mejor herencia que pueden dejar los padres a un hijo, además de la fe y la educación, es la de darle más hermanos.

Escribo estas líneas cuando están a punto de cumplirse los cincuenta años de la encíclica ‘Humanae Vitae’, tan criticada e incomprendida, del gran Papa Pablo VI, sobre la regulación de la natalidad. Sin duda se trata de un documento valiente y profético. El tiempo le está dando la razón y ahora parece que no somos capaces de salir de este invierno demográfico en una sociedad cada vez más envejecida, que ha cerrado las puertas a tantos niños que nunca pudieron llegar a participar del banquete de la vida.

Es particularmente doloroso y preocupante el ver cómo se van cerrando vertiginosamente cada año en nuestros pueblos aulas y colegios. Si partimos de un análisis superficial tal vez podría decirse que todo es fruto de la crisis económica, pero se trata ante todo de una gran crisis moral. Sin olvidar que la escasez de nacimientos también genera pobreza. Además, hay muchas familias pudientes que no destacan precisamente por su generosidad a la hora de dar la vida a nuevos seres humanos. En el fondo la vida humana se valora muy poco. Por eso solo los que sí la valoran y la dan pueden hacer gozosamente suyas las palabras bíblicas: «La herencia del Señor son los hijos, su salario el fruto del vientre».
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