21/05/2023
 Actualizado a 21/05/2023
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El pasado 1 de mayo, al finalizar la manifestación del Día Internacional del Trabajo, una mujer nos llamó comegambas y traidores. Acto seguido, se esfumó por una calle lateral, supongo que satisfecha y realizada. Lo que no entiendo de la situación es el maridaje entre esos dos pretendidos insultos. Se llama traidor a alguien si uno se siente traicionado y avalado estará por razones, no lo cuestiono. Pero lo otro, lo del insulto pueril patrocinado por las extremas derechas, nada aporta a lo primero, sino que lo desacredita. Porque insultar también es un arte, exige oficio, y por eso mismo, entre otras razones, el dicho afirma que no ofende quien quiere, sino quien puede. No hay que ser precisamente Quevedo, pero sí se puede reclamar al ofensor u ofensora un mínimo estilo. No sucedía así en el ejemplo citado.

Allá por la adolescencia, en la Universidad Laboral de Cheste, un compañero tuvo una ingeniosa idea para afrontar con soltura hasta las más graves injurias. Según él, si convertíamos en cotidiano el mayor de los insultos, dejaría de afectarnos porque ya nada nos diría. De ese modo, nos propuso que nos llamásemos «hijos de puta» los unos a los otros hasta que, a fuerza de repetirlo, perdiera todo su sentido ofensivo y cuando, fuera de aquel espacio de camaradería, alguien nos lo dijese a la cara, cosa que sin duda sucedería más de una vez en nuestras vidas, nos quedaríamos tan tranquilos, inmutables. Claro, lo que nuestro compañero desconocía era lo del dicho de más arriba, lo de quién puede ofender y quién no, lo cual modifica sensiblemente el escenario.

Aun con todo, la ofensa mayor que he escuchado en los últimos tiempos salió de la boca de una concejala de cultura, no de León precisamente. Se refería ella a lo que debe caracterizar hoy en día a lo que era su materia política, la cultura, y a cómo debería ser tratada para tener éxito. A su parecer, la cultura hoy debe ofrecer, desde la política, experiencias instagramables. Y se quedó tan ancha con el oprobio.
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