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Insatisfacción

31/07/2022
 Actualizado a 31/07/2022
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La canción tiene ya 57 añazos, pero nunca como ahora la letra de ‘(I can’t get no) satisfaction’ tomó una forma más palpable: La peña que vive unas vidas miserables, los ricos y poderosos que nos restriegan sus privilegiadas existencias, la huida hacia delante con antidepresivos y ocios baratos, el suelo que tiembla permanentemente bajo nuestros pies, la frustración y el desencanto…

De ahí que uno de los iconos de nuestro tiempo se llame, precisamente, Satisfyer. Una herramienta que toma el sentido etimológico de la satisfacción (y de la consolación, recuperando la antigua denominación de estos adminículos) e intenta suplir una carencia (o deshacer un agravio). Y lo hace, en la inmensa mayoría de las ocasiones, en la más absoluta soledad.

Que cada vez nos resulte más difícil alcanzar la plenitud –o, incluso, alguna experiencia mínimamente grata– queda patente en la abundancia en redes sociales de vídeos ‘satisfactorios’. Imágenes de gente cortando pastillas de jabón, de máquinas realizando sus funciones con precisión (como fabricar muelles) o de fenómenos naturales que aparentan tener un mínimo orden en medio del caos que nos inunda. Son imágenes agradables de ver, que duran poco, que se comparten de forma rápida e inocua, que aportan un breve chute al sistema de recompensa del cerebro y que se van tan veloces como vinieron. No hace falta ni pensar, y por eso nos atrapan durante minutos y hasta horas, encerrados en el precario refugio de nuestro teléfono móvil mientras afuera el mundo feo y hostil nos espera con el palo en la mano.

La validación definitiva de este tipo de imágenes por parte del sistema ha llegado con su salto a las campañas de publicidad, como las realizadas por el estudio de diseño madrileño Serial Cut para marcas como ING Direct. Da igual el fondo: lo importante es la forma, unas imágenes chulas que poder mirar embobado durante un ratín para olvidar las frustraciones cotidianas.

Es interesante también que a nadie le importe lo más mínimo nuestro nivel de satisfacción o insatisfacción (y menos aún en nuestros puestos de trabajo, donde la sola mención de este asunto a los jefes es anatema), salvo cuando se trata de valorar nuestra experiencia como consumidores. Ahí sí que tenemos que hacer de tripas corazón (o apoyar a un trabajador que será degradado o despedido a la puta calle si no se le valora con la puntuación máxima) y pulsar el símbolo de la carita verde sonriente mientras nos sentimos un poco más muertos por dentro.
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