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Infodemia, ‘infoshow’ y otros males de hoy

05/07/2021
 Actualizado a 05/07/2021
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Hablé durante un buen rato con Berna González Harbour, periodista de largo recorrido y también autora de algunas novelas del género ‘noir’, policíaco o criminal, como queramos llamarlo. Berna acaba de publicar ‘El pozo’ (Ediciones Destino), donde combina el enigma y el suspense, tan habituales en sus tramas, con una crítica al periodismo amarillo y sensacionalista.

En la larga conversación que mantuvimos tuve la sensación de que Berna se encontraba realmente alarmada por el cariz que está tomando el tratamiento mediático de algunos asuntos: particularmente los sucesos más truculentos, aunque no sólo. Todo el relato de la realidad parece envuelto súbitamente en una atmósfera de superficialidad y maniqueísmo, parecido al que encontramos a menudo en las redes sociales. Nadie sabe si es una moda o una sutil estrategia. El ciudadano que no profundiza siempre es más manejable.

Todo esto ocurre precisamente en un momento crítico para la profesión periodística, que, los que la hemos sentido parte de nuestras vidas durante varias décadas, siquiera haya sido como invitados, admitimos sin ambages, y no sin una enorme preocupación. No han faltado líderes políticos (y ahí tenemos, como siempre, a los grandes populistas globales) que se aprovechan de ese lenguaje directo que permiten las redes, entre otras cosas, para evitar lo que ellos consideran intermediarios incómodos: es decir, el periodismo analítico y el pensamiento crítico.

Si cierto periodismo se hace superficial y pueril el peligro para nuestra sociedad se me antoja enorme. Y el peligro para las democracias, también. No es cuestión baladí, pues nos va el futuro en ello. Cuando nos percatemos de la depauperación consentida del lenguaje, de las estrategias de desinformación (que es otra forma de censura), quizás ya sea demasiado tarde.

En plena crisis de la profesión periodística (y del modelo de negocio del periodismo, a caballo entre la era del papel impreso y la información digital) resulta más fácil aún desprestigiar el relato elaborado de las cosas que suceden, y sustituirlo por mensajes breves, que suenan a anuncios publicitarios, a ideas basadas apenas en pueriles disyuntivas, como si, y esto es algo que repetimos a menudo, el ciudadano tuviera que decidir entre el blanco y el negro, sin más posibilidades, sin más matices. Cuesta trabajo que estas generaciones tan preparadas, como se dice siempre, tengan que vivir en una realidad basada en el adoctrinamiento, los nuevos dogmas autoritarios y las ideas elementales. Y conformarse con ello.

Es obvio que necesitamos un periodismo crítico y elaborado, y que no todo es periodismo, aunque se denomine como tal. Que las nuevas tecnologías hayan hecho posible que cualquiera narre un acontecimiento, o emita una opinión al respecto, fundada o no, no implica necesariamente que la calidad de la información haya mejorado. Habrá mejorado la cantidad, eso sí. El ciudadano tendrá que aprender a separar, como siempre, el grano de la paja. Porque, desde luego, las tecnologías no son malas, ni negativas por sí mismas, sino que es su uso el que puede ser inadecuado, torticero, manipulador, o deliberadamente propenso a diseminar hechos falsos, como a veces sucede. La pandemia nos ha enseñado muchas cosas, y también algunas en lo que se refiere a la calidad de la información que consumimos.

Lo paradójico es que nunca tuvimos tanta información a mano. Es su sobredosis lo que altera, creo, la percepción de la realidad, la imposibilidad de digerirla adecuadamente, y la tendencia, tan preocupante, de leer o escuchar sólo aquellas cosas que confirman nuestras propias ideas, en lugar de nutrirnos de fuentes diversas que sugieran un debate, que nos hagan preguntarnos si estamos o no en lo cierto. Ya se sabe que la teoría de la satisfacción inmediata, tan propia de las redes y sus ‘likes’, es peligrosa a la hora de mantener el pensamiento crítico y analítico.

La infodemia es, en efecto, uno de los grandes males de nuestro tiempo. La sobreabundancia de información es otra gran epidemia del presente. Y la incapacidad de separar tantas veces lo verdadero de lo falso. El ciudadano contemporáneo debería seguir confiando en el periodismo profesional. También en la información elaborada, no en la que entra por los ojos gracias a sus calculadas estrategias publicitarias, propagandísticas, a la simplicidad de los mensajes o al uso de aditamentos y ornamentos que poco o nada tienen que ver con el verdadero periodismo.

Junto a la infodemia que sufrimos, y que quizás se ha agudizado durante la pandemia (pero es un mal que viene de atrás), está la tendencia a lo que se conoce como ‘infoshow’. Ese híbrido informativo que combina (con astucia mediática, lo reconozco) el espectáculo y la información, a menudo con predominio del primero. Esta sociedad cada vez más entregada a lo superficial, por motivos diversos, se engancha con facilidad a esos formatos en los que predomina también el maniqueísmo, la polarización, y que no pretenden llegar a una conclusión, sino mantener el debate en bucle, hasta el infinito y más allá. Hasta tal punto que la propia política se ha convertido en uno de los grandes temas favoritos de los ‘infoshows’, en uno de los grandes objetivos del entretenimiento. Con la dosis de frivolidad que eso implica.

De todo esto, sí, hablé largamente con Berna González Harbour. Su nuevo libro, ‘El pozo’, critica con dureza la caída en el morbo y el sensacionalismo, también en la puerilidad y la simpleza. Utiliza Berna una historia que bebe de la propia realidad reciente: una niña, en la ficción, cae en un pozo angosto a las afueras de Madrid, y nadie sabe con certeza por qué se ha producido el hecho, ni si la niña se encuentra con vida o ha fallecido. Las especulaciones, por tanto, se abren camino. Me dice Berna que, aunque su novela está conectada con un hecho conocido, «hay otros muchos que se le parecen. Ahora que hemos contemplado en los medios el suceso de las niñas de Tenerife, que está tan reciente, creo que cualquiera puede entender de lo que hablo».

Dice Berna, y en su historia está muy presente, que el amarillismo no sólo desvirtúa la realidad, sino que es capaz de convertir casi cualquier cosa en un ‘show’. Piensa que también tiene que ver con nosotros, con la sociedad «que se está entreteniendo con las desgracias ajenas». Y añade: «la voracidad de cierto público ante ciertas noticias se transforma en una ansiedad enfermiza. Una cosa es informar y otra muy distinta es que el aditamento de la información sea la carnaza. Ese pozo amenaza con engullirnos a todos».
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