Inexactitudes y mitos en el relato de Somiedo

José Cabañas inicia el relato de los hechos ocurridos en el puerto de Somiedo con las llamadas enfermeras mártires de Astorga

José Cabañas
17/07/2022
 Actualizado a 17/07/2022
monjas-martires-astorga-17072022.jpg
monjas-martires-astorga-17072022.jpg
Los trágicos hechos acaecidos a finales de octubre de 1936 en el estratégico puerto de Somiedo, límite entre Asturias y León, continúan aún hoy envueltos en no pocos mitos e inexactitudes, y a unos y a otras pretendemos oponer, hasta donde sabemos, la realidad de lo acontecido, desmontando una impostura que, como otras muchas (algunas sobre otros sucesos cercanos en el tiempo y el espacio: las muertes del niño Gerardo Gavela y del falangista bañezano José Ramos), fue usada utilitariamente por el nuevo régimen de los alzados para organizar grandes y productivas actuaciones patrióticas generadoras de apoyos y para justificar su vengativa represión contra los vencidos, incluso a costa de las víctimas y del dolor de sus deudos, de los que procazmente se apropiaba para sumar a unas a su legitimador martirologio, convertidas así en iconos religiosos y políticos, y a otros a la nómina de sus adeptos, aunque no fuera más que por aversión a sus desalmados contrincantes.

El relato de la manipulación franquista del acontecimiento, mezcla de lo narrado en 1940 por la escritora falangista Concha Espina (afiliada en 1936, tres años después de haber sido una de los intelectuales fundadores de la Asociación de Amigos de la Unión Soviética) en su obra Princesas del martirio y por José María Goy González, canónigo de la Catedral de Astorga y en 1938 presidente local de la Cruz Roja, en Las tres ramitas del roble. Romance histórico-astorgano en 1939, además de lo al parecer falazmente establecido en la sentencia del consejo de guerra que juzgó a quien injustamente se hizo culpable del crimen, Genaro Arias Herrero, todavía tomado como veraz (parece que sin serlo) en el documental Prados de sangre emitido por la televisión pública en diciembre de 2006, es el que aún hoy se difunde desde la Fundación Nacional Francisco Franco de este modo:

«Las tres mártires fueron: Octavia Iglesias Blanco, nacida en Astorga en noviembre de 1894; su prima Pilar Gullón Iturriaga, nacida en mayo de 1911 en Madrid, donde residía, a quien el Alzamiento Nacional sorprendió en Astorga (llegada con su familia el 15 de julio, solo en sus vacaciones pasaba por allí); y Olga Pérez-Monteserín Núñez, nacida en París en marzo de 1913, hija del pintor Demetrio Pérez-Monteserín. Participaron en la Cruzada de Liberación Nacional como Damas Enfermeras de Sanidad Militar. Miembros de Acción Católica y de la Sección Femenina de Falange. El 8 de octubre (el 18 en realidad) de 1936 arribaron al frente para prestar servicio en un hospital de sangre del ejército nacional en Asturias».

«El 27 de octubre, milicias pertenecientes a la UGT, comandadas por Genaro Arias Herrero «el Pata», minero y veterano de la revolución de octubre de 1934, iniciaron una ofensiva destinada a aislar los puestos nacionales más avanzados del frente. Una de estas posiciones era el pequeño hospital, donde prestaban servicio las enfermeras. En el momento del ataque asistían, bajo las órdenes de un médico, a unos 14 heridos. Tanto el médico como las enfermeras tuvieron la posibilidad de huir junto a unos 21 soldados, que evacuaron el puesto tras un breve enfrentamiento, pero se negaron a abandonar a los heridos. Luego que el puesto fuera capturado por los rojos, el mismo 27 de octubre de 1936, fueron de inmediato asesinados los heridos y ellas hechas prisioneras».

«A las chicas, oficiales y capellán los bajaron por un sendero de cabras desde el puerto hasta Somiedo, donde asesinaron a los oficiales y al sacerdote, a quien pasearon en un carro de bueyes que chirriaba toda la noche, para que con su ruido no se oyeran las torturas y gritos de las mujeres, terriblemente vejadas y violadas, ya que a las enfermeras el jefe rojo Genaro Arias Herrero las encerró en un barracón, dando permiso al resto de milicianos frentepopulistas para que, por la noche, las sometieran a todo tipo de abusos sexuales. Antes les habían ofrecido liberarlas si renegaban de su fe católica, a lo que se negaron, y comenzó su martirio. Por todo ello, está abierto su proceso de beatificación».

«En la mañana del día 28 las arrastraron a un prado, donde las ataron y les dijeron que si no decían “¡Viva Rusia, muera España!” las matarían. En su lugar se oyó a Pilar Gullón moribunda gritar “¡Viva Dios!”, mientras un oficial rojo le daba el tiro de gracia. Fueron fusiladas por unas milicianas volunta-rias, entre las que estaban Felisa Fresnadillo Fresnadillo (socialista de 36 años), Josefa Santos, María Sánchez Fernández (de 36 años, viuda, socialista), María Soto y Consuelo Vázquez García (de 16 años, de la JSU). Las ejecutoras de los disparos mortales fueron Evangelina Arienza Ferreras (de 16 años), Emilia Gómez González (vecina de Villaseca de Laciana –como todas las anteriores–, de 18 años, de la JSU), y Dolores Sierra Rubio (de 17 años, de Caboalles de Abajo, de la JSU). Las milicianas, primero les quitaron las ropas y, ya desnudas, hacia el mediodía, las asesinaron, fusilándolas en el prado y repartiéndose sus vestidos entre las asesinas. Durante la tarde, las milicianas rojas frentepopulistas vejaron los cadáveres hasta que, por la noche, los arrojaron en una fosa común que obligaron a cavar a dos prisioneros falangistas, también posteriormente asesinados. Octavia Iglesias Blanco, de 42 años (a un mes de cumplirlos); Pilar Gullón Iturriaga, de 25; y Olga Pérez-Monteserín, de 23, murieron gloriosamente, mártires por Dios y por España».

Acusarán también a la vecina de Soto y Amío, de 16 años, María Rodríguez García, y la castigan con multas y cárcel por ello, de haber sido otra de las milicianas del Batallón 242 (lavandera en el mismo, de la JSU) partícipes en los asesinatos de Somiedo, y lo mismo hacen con Amalia de la Fuente Peral (de San Juan de la Mata, de 20 años, casada, de las Juventudes Libertarias, quien, entrevistada pasados muchos años, dirá que «ni siquiera estaba presente en el momento de los hechos, ni sabe quién o quiénes fueran los autores», a pesar de lo cual sería encarcelada varios años), aunque nada se diga en los dicotómicos relatos pergeñados por el sacerdote (pariente de la madre de Olga) y la afamada escritora, sesgados y carentes de rigor histórico, en los que, entre metáforas falangistas y religiosas, se fuerzan similitudes entre el calvario de Cristo y los suplicios que aseguran haber sufrido las enfermeras a manos de los milicianos, hombres y mujeres (envidiosas y torvas delatoras estas de las gentiles damas, para cuya captura azuzan al combate a sus lascivos compañeros rojos, sostiene el clérigo en el suyo) a los que se pinta como sádicos bárbaros y cobardes sin entrañas ni sentimientos, sin Dios ni ideales, una sanguinaria y satánica canalla de seres inferiores en contraposición a las jóvenes astorganas y a los militares nacionales, generosas y angelicales ellas, heroínas de la raza deseosas incluso de alcanzar la palma del martirio por Dios y por la Patria, e intrépidos, valientes y honorables ellos, según la novelista, autora de la obra presionada tal vez por los vencedores, que habían mantenido preso a uno de sus hijos al que amenazaban fusilar, o más bien necesitada de congraciarse con estos prestándoles sus servicios literarios de circunstancias para hacerse olvidar pasadas creaciones y actividades menos complacientes y más comprometidas.

(El periodista Víctor de la Serna Espina, falangista cercano a Manuel Hedilla y uno de los encausados y apresados –el 28 de mayo de 1937, en prisión domiciliaria desde mediados de junio a la mitad de agosto– por supuestamente oponerse a la decretada unificación de Falange Española de las JONS con la Comunión Tradicionalista en abril de aquel año. No parece que pesara sobre él amenaza tan explícita y rotunda. Sí quizá la de volver a ser encarcelado como ya lo había sido por dos veces. Ya en febrero había sido detenido en Salamanca, y sería más tarde fiel al nazismo de quien se asegura que su diario Informaciones –financiado por los alemanes– no dio la noticia de la muerte de Hitler. Concha Espina publicó antes dos novelas laudatorias de las tropas franquistas: Retaguardia en 1937 y Las alas invencibles en 1938, y recibía la medalla de oro de Cruz Roja por Princesas del martirio, un inevitable libelo elaborado –según ella misma indica en el prólogo de la obra– «con las declaraciones sumariales de un juzgado castrense leonés y los datos que le aportan el secretario de la Cruz Roja astorgana, un destacado falangista, y el general don Vicente Lafuente Baleztena», principal urdidor y ejecutor del golpe militar en León. Más tarde, en 1948, sería la única escritora española capaz de exigir a Franco –y conseguirlo— que se cambiara el nombre de su pueblo para llamarse Luzmela, como su primera novela).

José Cabañas acaba de publicar ‘Cuando se rompió el mundo’ en el que dedica un amplio capítulo a las mártires.
Lo más leído