In memoriam Guillermo Rodríguez Fernández

Con un pie en Priaranza y otro en Rimor, y el centro de gravedad en Villalibre, raíces nutricias que Guillermo hizo suyas y disfrutó y compartió intensamente...

Por Valentín Carrera
21/08/2021
 Actualizado a 21/08/2021
Imagen reciente de Guillermo Rodríguez Fernández, con su mujer, Gelines, y sus hijas Belén y Marián
Imagen reciente de Guillermo Rodríguez Fernández, con su mujer, Gelines, y sus hijas Belén y Marián
Todos somos iguales ante la muerte, pero no todas las ausencias dejan el mismo impacto en cada uno de nosotros. La muerte, como la vida, es natural; hay fallecimientos que se deslizan suavemente por la pendiente del Destino, y los aceptamos con naturalidad, tal vez con dolor, pero asumiendo lo inevitable como parte de la aventura de vivir. Y esa aceptación —que siempre invocan las oraciones en los funerales— es una forma de serenidad y consuelo.

Sin embargo, hay otras ausencias —repentinas, inesperadas, sin despedirse— que nos sacuden emocionalmente, que nos conmueven, que interpelan nuestro dolor más íntimo, que se clavan en el corazón y en la piel, erizada de tristeza. Me conmociona este extraño verano de clima loco y pandemias el fallecimiento de nuestro primo Guillermo.

Guillermo Rodríguez Fernández, ponferradino de pura cepa, del barrio de La Encina y La Obrera; desarrolló su carrera profesional como facultativo de minas en Hidrogalicia y en Endesa: mis primeros recuerdos de Guillermo lo sitúan en el poblado de Las Ondinas, donde vivía con la prima Gelines, supongo que recién casados, pues yo era niño, y conservo de Las Ondinas la imagen de su chalet como de cuento, y todo el poblado de Endesa —hoy abandonado— como un entorno mágico y sagrado. Tan sagrado como los recuerdos.

También los visité años después en As Pontes de García Rodríguez, donde estuvo destinado, pero As Pontes ya no tenía el sabor mágico de las orillas del Sil.

Pasaron, como un instante, cincuenta años desde que Guillermo entró en nuestra familia, y mi memoria solo conserva buenos momentos y mejores vivencias. Este sí que es un caso especial, digno de estudio: uno suele llevar prendidos alfileres, abrojos, espinas; la familia, el trabajo, los sueños, los fracasos van cosiéndonos una coraza para sobrevivir, a veces una pesada mochila, de la que sería mejor desprenderse y seguir caminando sin rencores, ligeros.

Tirar el saco de espinas y cargar, en cambio, la mochila de Guillermo, llena de sonrisas, amabilidad y afecto. No exagero —ahora, que se ha ido— si os digo que jamás escuché a Guillermo una mala palabra ni supe una mala acción. Y eso es un lujo, un lujo de persona y de primo, que ahora una enfermedad con prisas se ha llevado sin necesidad y sin compasión, porque él no quería irse.

Willy —como le llamaban en casa— quería seguir viviendo, quería seguir disfrutando, rodeado del afecto de su mujer, Gelines Pérez Carrera; de sus dos hijas, Belén y Marián; y sus cuatro nietos, Jorge, Patricia, Marta y Javier; y de todos nosotros, su familia, los Pérez Carrera, con un pie en Priaranza y otro en Rimor, y el centro de gravedad en Villalibre, raíces nutricias que Guillermo hizo suyas y disfrutó y compartió intensamente (mi abrazo también a sus hermanos Bernardo, José y Elena, y a sus sobrinos).

Se ha ido sin avisar, ya lo he dicho; sin un mal gesto que enturbie su recuerdo, como teñido por la paz del atardecer, y aunque nos ha dejado a todos un inmenso vacío emocional, su ausencia nos regala una alforja llena de humanidad, amor, palabras de diamante y trocitos de buena persona; y ese lujo de haberte tenido como primo y amigo, ese lujo, Willy, no lo vamos a olvidar nunca.

¡Buen viaje, Guillermo! Allá donde estés, ya las ondinas del Sil tejen para ti guirnaldas de luz y agua.
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