Imagen Juan María García Campal

Imcomprensibles privilegios

19/09/2018
 Actualizado a 08/09/2019
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Quien espere leer de la denuncia de los incomprensibles privilegios de tantos, cese ya de hacerlo. Tome el siguiente punto y seguido por punto final y diríjase a titulares de mayor embrollo que, a mal seguro, no faltarán.

Hoy quiero ocuparme de las muchas cosas que, pudiendo llamarlas suertes, tengo por mis propios privilegios y que, ¡ojo!, amén de incomprensibles, califico de «favorables», pues, como el mataburros fija, «favorecen al privilegiado y no perjudican a nadie –al menos no tengo conciencia de ello–, como fue en su época «el de comer carne o lacticinios en Cuaresma» y, por ello, no son «odiosos» o «que perjudiquen a terceros».

Habrá quien a alguno lo tenga por derecho, casualidad o, en moderno, cosa del azar. Mas uno que, además de peinar platas, acaricia cada día más memorias, porque estén a gusto y no se ausenten, y ya no precisa de revisar a diario su entereza corporal (cabeza, tronco y extremidades) pues ellas mismas manifiestan su existencia a corta que sea la quietud interrumpida, bien como herrumbrosos ejes, bien como miembros durmientes; uno tiene, digo, por privilegios este sencillo acto de ver cumplido el ambicioso propósito de despertarse hoy, noche aún, y tras admirar la luz del nuevo día, estar ahora –mediantes cafés y cigarros (con perdón)– dándole a la tecla, no sin gratitud, por este otro de poder escribirles cada semana mis, digamos, cosas del vivir.

O haber estado en otro de mis Paraísos: Piloña, un concejo de Asturias, en su aldea de Les Cuerries de Espinaredo, donde de la mano de un poeta amigo, Armando Vega, con la ayuda del Ayuntamiento (dos mil y pocos habitantes) y de la empresa Agua de Borines (si es publicidad la pago yo), convivimos y disfrutamos de amistad, música y poesía más de treinta poetas y este aprendiz de escribidor que, además, volvió a andar, emocionado, por sus calles y prados de la mano de su padre, como tantas veces de crío, escuchándole enseñanzas de bonhomía.

O decirles de todos los que rodean al libro, Pliegos del Sur, que presento mañana en el Museo Casa Botines. Pero imposible. Me ha llegado otro, ¡ahora!, mientras escribo: escucho en la calle el trágico llanto de un niño que no quiere ir al colegio. ¿Será cierto o será mi memoria que me está jugando una regresión? No sé, sólo espero y deseo que algún día él, ese niño que es llanto ahora, sonría y se emocione, como ahora yo, a su recuerdo. Y ya ven: se me quedan en el teclado muchísimos incomprensibles privilegios que contarles quisiera. ¡La vida, qué privilegio!
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