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Ilusión de uno mismo

24/06/2018
 Actualizado a 19/09/2019
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Entre todos los géneros artísticos, el retrato congrega las mayores sutilezas y complejidades y como especie creativa cultivada se ha prestado al alcance de muy pocas sociedades a lo largo de la historia. Fue prácticamente inédito en los antiguos imperios, entregados a una formulación de la imagen individual que insistía sobre todo en la propagación incontestada de un estereotipo ideal e irreal, tan ajeno a la representación verista como un símbolo lo está de la cosa simbolizada. La misma Grecia antigua apenas utilizó algunos tópicos rudimentarios para identificar a algunos personajes célebres, y solo la Roma republicana e individualista, en un gesto de autodefensa, dio inicio pleno en Occidente a este proceder tan íntimo como socialmente distinguido que, como demostraría el medievo, requiere de colectividades no sometidas a un credo.

Un buen retratista no solo requiere una técnica refinada y efectiva, sino que precisa una intuición psicológica ágil y resuelta que le permita captar en unas pocas sesiones, a menudo en un solo relámpago fugaz, aquellos rasgos que dan tenue luz al fondo del pozo íntimo, que permiten vislumbrar a un sujeto concreto entre las miríadas de sus semejantes: la aguja de un pajar vastísimo se extrae de un golpe de mano y se muestra, resplandeciente, al sol.

En nuestras sociedades modernas nos creemos inundados de retratos, cuando en puridad lo que desperdigamos por doquier, en pantallas grandes y pequeñas, en vallas publicitarias e impresos, son meras máscaras. De siempre, en el retrato se mezclaron la vanidad personal y el ansia de posteridad, resultando de tales pretensiones un amplio catálogo de apariencias y medias verdades que, sin embargo, se supeditaban al compromiso con un veredicto final de autenticidad. Troppo vero, afirma la leyenda que exclamó el papa Inocencio ante su efigie velazqueña, hoy día convertida en el testimonio dominante acerca de su existencia. Sin embargo, cuando procuramos una constante exhibición de efigies que nos tomamos o nos toman como si fueran estampas ciertas del discurrir de nuestras vidas, renunciamos a aquella intensidad para extender, desesperadamente, la pequeñez y el empacho de cada momento, exaltado de manera artificial. Nos entregamos al vistazo en lugar de la contemplación; nos basta con una saturación por hastío... Cada época, al fin, se retrata como es aunque sea inconsciente de cómo.

Durante todo este verano, el Museo del Prado nos regala la oportunidad de ponernos delante de una galería de personajes aprehendidos por uno de los mejores retratistas de todos los tiempos, inventor de artimañas felices para caracterizar a los nobles italianos en los albores de la modernidad histórica y pictórica, Lorenzo Lotto. No se la pierdan y, tal vez, cuando vayan a hacerse un selfi, recuerden alguna de esas obras aún vivas.
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